Dicen que es el niño prodigio de Canadá, un genio de veintitantos, el enfant terrible del cine…
Bla, bla, bla.
Hará cosa de un mes, un domingo por la tarde me senté en una butaca de la sala 4 de los cines Renoir Plaza España. Una sala pequeñita de esas en las que aunque estés en tercera fila no tienes la sensación de estar comiéndote la pantalla, entre otras razones porque la pantalla no es mucho más grande que la tele de plasma que tiene ese amigo tuyo abonado a Canal+.
Reconozco que mi predisposición era buena cuando ocupé mi sitio y me puse cómoda. Me esperaban más de dos horas de Dolan y eso, hasta lo que yo sabía, era bueno. Me enamoré de él tras J’ai tué ma mère y caí rendida a sus pies con Les amours imaginaires. Laurence Anyways me ganó por su deliciosa extravagancia y madurez sexual, sorprendentemente surgidas de la batuta de un veinteañero. Su único patinazo llegó en 2013 con la catastrófica Tom à la ferme —película que obviaré, culpando al corrosivo tinte rubio de la falta de imaginación y destreza—.
La buena predisposición con la que partía al sentarme a ver Mommy, la última producción del canadiense, se convirtió en enfado cuando vi que la película arrancaba con un insólito y claustrofóbico formato cuadrado. Solo la parte central de la pantalla acogía el desarrollo de la acción y pensé: “maldito niñato pretencioso, ¿a qué está jugando esta vez?”. Sin embargo, a medida que avanzaba el metraje y me iba sumergiendo en la caótica, intensa, tragicómica historia de Steve y su madre, me olvidé del cubículo en el que parecían estar encerrados y me dejé llevar por sus sinuosos derroteros.
Interpretado por una magnética Anne Dorval ―que ya participó en los dos primeros filmes de Dolan―, el personaje de Die salta de la comedia al drama con una facilidad pasmosa. Tierna, frágil, valiente e inmadura, la figura de esta madre con complejo de Peter Pan se debate entre su propia y ansiada libertad y la total dedicación a su hijo adolescente. Antoine-Olivier Pilon, que ya tuvo un pequeño papel en Laurence Anyways, se convierte esta vez en rotundo protagonista interpretando a un conflictivo quinceañero con ADHD que mantiene una intensa y destructiva relación con su madre. Jugando con la representación violenta del egoísmo y la culpa, Pilon logra que nos debatamos entre el amor y el odio hacia un Steve histérico, torturado, desorientado. Dolan recicla el argumento de su ópera prima hasta que una tercera pieza entra en escena convirtiendo la pareja en un trío cargado de maravillosas tensiones. Suzanne Clément, también musa del artista, se mete esta vez en la piel de Kyla, la misteriosa y hermética vecina que se cruza en las vidas de Steve y Die aportándoles la estabilidad que les falta y contagiándose de la libertad y la espontaneidad que derrochan. Una simbiosis perfecta que comienza durante un alocado baile y culmina con una preciosa secuencia sobre ruedas. Because maybe you’re gonna be the one that saves me. Y es que esta es una historia de salvadores y salvados. Seres tambaleantes, paralizados por el miedo ante lo que está por venir o por los recuerdos del pasado. Personas que encuentran en sus también atemorizados compañeros de aventura el bastón que necesitan para seguir avanzando.
Si el contenido de Mommy es sólido, adulto y convincente, su continente es aún mejor. Dolan hace gala de un gusto y una pulcritud estética absolutamente sensacionales. Solo él es capaz de hacer bello un paisaje tan sórdido como el parking de un supermercado. Solo él detecta y sublima el encanto escondido que existe debajo de varias capas de mediocridad. Si bien, técnicamente, no propone nada radicalmente nuevo más allá del formato, su uso pensado y con sentido de la música y la iluminación nos ofrece algunos de los momentos más hermosos vistos últimamente en cine. En Mommy no llueve cuando los personajes están tristes ni hace sol cuando todo marcha bien. Las tragedias no suceden de noche y desaparecen con la luz de la mañana ni van precedidas de melodías oscuras. La música es tan protagonista como Die, Steve y Kyla y contribuye, no a acompañar las secuencias, sino a ensalzarlas, a hacerlas impredecibles y mágicas. Música contemporánea, sin prejuicios, que sorprendentemente encaja en una selección valiente en la que conviven Andrea Bocelli con Lana del Rey, Simple Plan, Counting Crows, Dido o Celine Dion.
Es imposible, con esta magistral utilización del audiovisual, no entrar en el caleidoscópico universo de este artista que me cabreó, en un primer momento, con esa elección aparentemente arbitraria de formato. Hasta que pasado el ecuador de la película, descubrí que de caprichoso no tenía nada. Y de repente, al comprender el sentido de ese molesto 1:1, me entró el aire en los pulmones, respiré hondo y lloré. Lloré de bonito.
Xavier Dolan no es solo un jovencito capaz de parir una obra maestra antes de tener edad para beberse un gin-tonic. Es un cineasta osado y brillante, que derrocha frescura, personalidad, libertad y sensibilidad. Un creador al que no le faltan ganas las ganas de comerse el mundo y al que le sobran etiquetas.
Dicen que es el niño prodigio de Canadá, un genio de veintitantos, el enfant terrible del cine.
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