Sisa y Virginio viven en lo más árido de la boliviana región del Potosí, dedicados al pastoreo de llamas. Allí reciben la inesperada visita de su nieto Clever, llegado desde la ciudad, para llevarles algunas novedades de su vida. Pero antes de que el joven consiga trasladar sus noticias a los abuelos ocurren algunas pocas cosas que irán desarrollando la sencilla trama. Entre ellas se incrusta la historia que Virginio relata a su nieto sobre el modo en que el cóndor se quita de en medio cuando intuye la muerte: un viaje a la mayor de las alturas para despeñarse después.
Utama es una película de amor y muerte, como todas. Es, además, un compendio de bellísimas postales, un álbum de fotografías de Bibiana Álvarez que merece una Biznaga. En esa línea, se nota y mucho que su director, Alejandro Loayza, viene también de la fotografía.
Estamos ante una película preciosa sobre el presunto abismo generacional que, en cierta forma, nunca es tanto, pues siempre es posible alcanzar un punto intermedio a poco que los contendientes se empeñen. Lo que sí se agudiza, irremediablemente, es el díptico difícilmente conciliable de lo rural y lo urbano, el verdadero abismo. Y, con él, el tema del cambio climático, las previsibles y acuciantes crisis por la escasez de agua y los conflictos que acarreará. Asuntos nuevos, propios de nuestro tiempo, exclusivos, pero envueltos en los temas de toda la vida, lo que provoca que uno se pregunte al ver Utama si acaso Hitchcock, Godard o Almodóvar no habrían hecho películas como esta de haber nacido y vivido en las tierras áridas del Potosí.
El equipo de ‘Utama’, durante el Festival de Málaga.
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