Ayer por la tarde viajé, viajé a mi infancia, a aquellos fríos 28 de diciembre en la venta de San Cayetano, donde lo mismo te ponían una pegatina con el muñequito de inocente en el abrigo que te derramaban sobre él un vaso de vino dulce. En aquella venta del Puerto de la Torre no solo tenía lugar un maratón imparable de horas y horas de verdiales sino también un ritual para compartir las crueldades que puede llegar a provocar el amor, los reveses que a veces pega la vida, la tradición y una música ancestral que hacía entrar en trance a cualquiera sin necesidad de tomar nada, aunque para mí por aquel entonces no era más que una serie de repetitivos sonidos con voces que no llegaba ni siquiera a descifrar, obviando el poder sanador que aquellas letras en andaluz profundo podían tener en muchos de los que sostenían los vasos de vino dulce y llevaban pegatinas del muñequito de inocente pegadas en sus espaldas. Viajé a esas tardes de domingo en el taxi de mi padre, cuando volvíamos de comer en algún pueblo del interior, mientras ese violín, pandereta y voces chillonas de niñas jóvenes que salían de la radio del Skoda me impedían escuchar a las Spice Girls que sonaban en mi walkman. Viajé a los sábados por la mañana en casa de mi madre, cuando la panda de verdiales de “El negocio” de Almogía, que sonaba a todo trapo en la radio de la cocina, hacía las veces de despertador y me sacaba de la cama mucho antes de lo que quería. Viajé a mi barrio, y a los barrios de al lado de mi barrio, al interior de Málaga, a Andalucía y a sus pueblos, a la cal que brilla en sus casas, a su acento cerrado, al ceceo, a las colores alegres de las cintas que celebran la fiesta de los verdiales, a las clases de flamenco para las niñas por las tardes después del colegio, a los primeros desencantos, a las apariciones del miedo, a las historias rocambolescas que parece que solo suceden tras los azulejos de esas fachadas que camuflan las penas con geranios, a la locura que supone a veces beber del amor.
La responsable de este viaje ha sido Luz Arcas y su compañía La Phármaco con Toná, su último espectáculo, que hasta mañana se representa en el Teatro de la Abadía de Madrid dentro del Festival de Otoño (aunque también está la opción de verlo en streaming). Una hora de pura energía y catarsis en la que la artista baila la muerte incorporándola en una atmósfera folclórica, viva, enérgica. Un auténtico rito en el que voz, música y cuerpo se ponen al servicio de la trascendencia, reforzada por la mística sala San Juan de la Cruz, alojada en una iglesia, en la que se representa la obra.
Escribir sobre danza es complicado, pero hacerlo sobe la de Luz Arcas, mucho más. Porque sus obras son difíciles de narrar, están concebidas para el disfrute inmediato, son un éxtasis temporal, una experiencia sensorial inmediata, que no solo se percibe a través de la vista o el oído. La reminiscencia del trance en el que entra la artista, con la inestimable ayuda del violín de la también malagueña Luz Prado (auténtica mujer orquesta), se contagia al público, incapaz de describir lo que ve, pero también de apartar un minuto la atención sobre ese acto casi litúrgico que ocurre sobre el escenario.
El origen de este espectáculo se remonta a finales de 2019 cuando la artista estaba inmersa en la lectura de Pedro Páramo, de Juan Rulfo, en los viajes que hacía en tren a Málaga para ver a su padre, entonces enfermo, y en cuya casa reconectó con el folclore de su infancia. Por aquel entonces, Luz Arcas estaba trabajando en un nuevo proyecto con las también malagueñas Luz Prado (música) y Virginia Rota (audiovisuales), cuando les propuso trabajar en esta propuesta, que aborda la memoria colectiva y los imaginarios populares. Cargada de símbolos, como la Virgen del Carmen, que se procesiona por el mar en Málaga cada 16 de julio, el baile de la bandera o el gorro de verdiales, Toná ha viajado hasta Lima, donde se estrenó en el Festival de Artes Escénicas (FAE) justo antes del confinamiento. Ahora y, a pesar de todo lo vivido, es posible verlo en Madrid. Como dice su autora: “los milagros están hechos de muchas cosas pero, sobre todo, de la necesidad de que ocurran”.
«Toná» – Virginia Rota
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