Electrocutarse al cambiar una bombilla,
suicidarse sin mirar la Primitiva,
ahogarse en la piscina de un barco,
desnucarse en la bañera fornicando.
(«Pánico a una muerte ridícula», de DEF CON DOS)
Qué lejano queda ya aquel 1997. Cuando The Chemical Brothers con «Dig you own hole» y (The) Prodigy con «The fat of the land» consiguieron la gesta de copar las listas de éxitos, pulverizar las pistas de baile y al mismo tiempo traer nuevos postulados que pusieron patas arriba el mundo de la electrónica. Es decir, supieron ubicarse en el tiempo y fueron intrépidos en sus respectivas apuestas para unir a crítica y público y partirles las rodillas cogidos de la mano en medio de un paroxismo cerebral. Pura alquimia al alcance de muy pocos. En el caso del grupo liderado por Liam Howlett y Keith Flint uno se pregunta, con «Smack my bitch up» y «Mindfields» todavía corroyendo como vitriolo nuestra memoria, qué cojones hacen imitando a Deadmau5 en «Wild frontier», o al dubstep más bajuno en «Rok-Weiler», dos de los temas que componen su último álbum de estudio, «The day is my enemy». Y es entonces cuando hay que hacer un esfuerzo de generosidad e intentar comprender.
Decía Liam Howlett (auténtico cerebro de The Prodigy, desde 2004 con el «The» inseparable) que «Baby’s got a temper», aquel single de 2002, fue un punto negro en su carrera porque seguía una línea demasiado continuista con lo que habían hecho antes; que debían reciclarse, abrirse a nuevos horizontes y volver a encontrar la iluminación de la que tanto nos habla Paulo Coelho. Después llegó «Always outnumbered, never outgunned» (2004), álbum que, ya apoyándose en las nuevas tecnologías (hasta «TFOTL» Howlett utilizaba sintes y maquinaria analógicos), quería volver a repetir con la misma ambición ampulosa de embalaje recién retirado lo que ya consiguieron 7 años antes. Pero el esfuerzo quedó demudado por una equivocada lectura de su tiempo. En sus canciones quedaba cada vez más patente su interés por la cantidad en detrimento de la calidad, saturación constatada definitivamente en «Invaders must die» (2009), penúltimo álbum que, pese a algunos chispazos de genialidad, a muchos nos apagó ya la esperanza de volver a aquel mítico 1997.
¿Y qué demonios quieren decirnos nuestros amigos ingleses con «The day is my enemy»? Su mensaje queda diluido entre el gamberrismo de petar subwoofers de unos cuarentones (como tan bien apuntó hace unos días Darío Prieto en El Mundo), los videoclips vacíos que solo sirven para contribuir a la locura colectiva en sus conciertos y esos absurdos tics con los que pretenden emular a otros artistas consagrados en el mainstream electrónico de consumo rápido. ¿Dónde quedaron los «The Prodigy» de exquisita posmodernidad de «Music for the jilted generation» y «The fat of the land»? ¿Por qué se empeñan en recurrir a otros para construir un artefacto tan genérico? Quizá por no salirse de la zona de confort, por el miedo a mear fuera de tiesto en una época tan vigilante y efímera. En definitiva, por el pánico a una muerte ridícula que, a este paso, les acabará consumiendo más pronto que tarde.
Este sitio web utiliza cookies para que usted tenga la mejor experiencia de usuario. Si continúa navegando está dando su consentimiento para la aceptación de las mencionadas cookies y la aceptación de nuestra política de cookies, pinche el enlace para mayor información.plugin cookies
ACEPTAR