La muerte del señor Lazarescu (Moartea domnului Lăzărescu, 2006), segundo largometraje del director rumano Cristi Puiu, comienza, se desarrolla y termina como si todo hubiera sido dejado al azar. Se dice entre la crítica cinematográfica de pretensiones taxonómicas que esta es la película fundacional de un movimiento cinematográfico, la nueva ola rumana, que ha dado algunos de los filmes que más se han arriesgado, en lo formal y lo temático, en retratar la vida gris de la Rumanía post-Ceaucescu.
Son películas de un realismo devastador, en las que la desesperación y la ironía amarga de risa congelada y chascarrillo vitriólico se alternan con una naturalidad pasmosa, buscando la tesis a través del distanciamiento psicológico. Este realismo, en el cine de Puiu, queda subrayado con un montaje que abunda en el corte desprevenido, como si fuera una cámara que pasaba por ahí y se ha topado con la acción. En el cine de Terrence Malick, ese recurso es inherente a un estilo de dirección que busca la genialidad en los momentos de improvisación. De ahí esa sensación de que cada plano, cada momento, viene de una acción que ya empezó con anterioridad y continuará en off, para acabar construyendo, por pura y simple acumulación, una obra que vive más en el espectador que en la pantalla.
En el cine de Cristi Puiu esta idea del montaje inadvertido posiciona su punto de vista en el de la consabida mosca en la pared, que nos hace conscientes de la ficción-acción más por decisión del observador que por la ficción misma. La cámara invisible y oscilante (a veces incluso mareante) contempla con esa distancia y parsimonia que remiten al cine del Hou Hsiao-Hsien de Tiempo de vivir, tiempo de morir (Tong nien wang shi, 1985) por su miedo velado a traspasar la línea de la cuarta pared y romper la magia de la acción. Es por esto que su cine casi siempre bascula más hacia el documental que hacia el género cinematográfico, a veces con más fortuna que otras.
Porque el ritmo moroso, quizá demasiado teniendo en cuenta los devastadores 173 minutos que dura, es el talón de Aquiles de Sieranevada (id., 2016), película que incurre demasiadas veces en el papel de mero observador de esa no-acción que comentaba anteriormente. Si en sus películas anteriores la linealidad era patente, en su último largometraje Puiu opta por una formulación más coral, colocando su mosquita en el recibidor de una casa conectado con varias de sus estancias, eje alrededor del cual pivota la cámara según el interés de lo que sucede en la narración-retrato. Una suerte de 13, Rue del Percebe en la calidez de un hogar poblado de más sombras y tribulaciones que las deseadas en una reunión familiar como la que cuenta esta película.
El conflicto estalla, quizá nunca deja de hacerlo en una progresión a cámara lenta, pero se consuma demasiado tarde, cuando el interés ya ha decaído entre teorías conspiranoicas de primero de cuñado, invitados indeseables e intrigas palaciegas. Sieranevada es una obra más inaccesible de lo que podría haber sido, una película llena de hallazgos que son estirados, primero hasta el estupor y luego hasta el agotamiento. Sin embargo, la película del cineasta rumano gana en cuanto a retrato de las relaciones humanas, en la delicadeza de su observación y en lo arriesgado de su propuesta. No es la primera película que podría esgrimirse para reivindicar a Cristi Puiu, pero tampoco será la última.
Este sitio web utiliza cookies para que usted tenga la mejor experiencia de usuario. Si continúa navegando está dando su consentimiento para la aceptación de las mencionadas cookies y la aceptación de nuestra política de cookies, pinche el enlace para mayor información.plugin cookies
ACEPTAR