¿Y si nos ahorcáramos? Es sólo una propuesta para matar el tiempo. La pronuncian los dos protagonistas de Esperando a Godot, la tragicomedia de Samuel Beckett (1906-1989) que se publicó en 1952 y que ahora está en escena en el Teatro Bellas Artes de Madrid.
La obra fue una vez muestra de un feroz vanguardismo y hoy es un clásico, tanto que obliga al espectador a envolverse con los códigos de mediados de siglo XX, tanto estéticos de la mano del absurdo y el minimalismo; como filosóficos con la aspereza del existencialismo; o históricos con la desesperanza que generó esa fábrica de muerte que fue la II Guerra Mundial.
La trama es, como corresponde a un clásico, de sobra conocida: dos vagabundos, Vladimir y Estragón, esperan la llegada de un tal Godot sin que ellos ni el espectador sepan muy bien por qué y para qué, ni muchos menos quién es. Aparecen otros dos personajes, Pozzo y Lucky, un amo y un siervo, y brevemente en dos momentos un tercero, un joven encargado de darles largas en nombre de Godot. Así que Vladimir y Estragón esperan y esperan alegrándose por cada banalidad que se les ocurre para matar el tiempo sin que ninguna les lleve a buen puerto. Ni siquiera saben ni pueden ahorcarse, una propuesta que enuncian como si fuera un juego más.
La obra está dirigida por Antonio Simón y subraya la ternura de los dos personajes centrales, que además de la esperanza de que aparezca Godot, lo único que tienen en el mundo es el uno al otro. Sobre la escena Pepe Viyuela (Estragón) y Alberto Jiménez (Vladimir) discuten, se pelean, se reconcilian, se abrazan, se besan y, sobre todo, se cuidan con mimo el uno al otro en un escenario dominado por dos vías de tren que a ningún sitio van y un árbol muerto, rodeado todo, según los diálogos, por abismos y fosas comunes. Es el escenario que cobija un pudridero moral en el que la condición humana sobrevive contra todo y a la espera de una improbable salvación.
Ambos aciertan en el tono de comedia (Viyuela lo domina a la perfección y Jiménez recoge el guante), quizá indicando con ello que es esa relación humana lo único que en el fondo existe entre tanta tragedia que lleva a esperar a un Godot que no aparece. Godot bien podría ser Dios, aunque dijera el escurridizo Beckett que no era su intención y que si hubiera querido que fuera Dios lo hubiera llamado God.
También imponente en su papel de Pozzo esta Fernando Albizu. Pozzo es enorme, tiránico y sarcástico con Lucky, interpretado por Juan Díaz, una marioneta maltratada, humillada y hundida. La escena la remata con dos breves apariciones Jesús Lavi en el papel de anunciador de la buena nueva de que Godot no llegará esta noche, sino tal vez mañana.
Tal descarga metafísica no es el tono habitual del teatro de estos días, lo que hace de Esperando a Godot un drama complejo y brutal de difícil digestión. Es precisamente su carácter profundamente humano, aunque la existencia sea absurda y banal y el tono pesimista, lo que le ha permitido convertirse en un clásico para revalidar así su vigencia cada vez que se monta en un teatro y pone al descubierto que la eterna falta de certezas sigue creando godots a los que esperar.
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