Hoy es el malo de la película, pero no siempre fue así. El automóvil fue símbolo de libertad, lo cool y moderno. Hoy los profetas del apocalipsis lo miran con desprecio y le culpan de ser uno de los grandes males de estos tiempos. Ayer era admirado, hoy contamina las ciudades y los urbanistas le ponen límites. El automóvil gustaba cuando era elitista, cuando poseer uno era síntoma de subir por la empinada cuesta social. Su democratización actual molesta, pero no ha perdido todo lo que le hizo ser una máquina mítica. Su aparición acortó distancias y subirse a él permitió conocer otros lugares, otros mundos, de modo que la cultura no tardó mucho en ponerse al volante y pisar el acelerador.
La revista Litoral ha dedicado su último número -y ya van 267- a esta maquina que cambió el mundo, que es, como dice su director, Lorenzo Saval, en la introducción, “el objeto de seducción por excelencia del ser humano”. Sólo con decir Cadillac, Porsche, Ferrari o Mercedes se disparan en la mente los sueños de aventura. Poetas y artistas encendieron el motor para lanzarse por las carreteras. Se fotografiaron en ellos y, a veces, incluso murieron en ellos, como Isadora Duncan, James Dean, Jackson Pollock Albert Camus, Manuel Altolaguirre o Nino Bravo.
El automóvil fue adoptado en primer lugar por los vanguardistas y, entre ellos, los futuristas. Era la máquina perfecta para atacar la afectación de los tradicionalistas y nostálgicos. Provocadores como eran no tardaron en pasar a la historia con frases como la de Marinetti: “Un automóvil que parece correr sobre la metralla es más bello que la Victoria de Samotracia”.
No era el único que veía a esta máquina como una superación del pasado, un nuevo ideal alejado del clasicismo. “He admirado el Partenón y en cada una de sus columnas he hallado la proporción áurea. Pero hoy afirmo que encuentro lo bueno y lo bello en un cupé Alfa Romeo”, escribía Odysseas Elytis.
El automóvil inauguraba una nueva forma de vida. Se despedía del pasado, del italiano passatismo y se lanzaba a descubrir mundo. Creaba una nueva forma de vida no sólo dentro de él, sino en todo lo que tocaba. Nacía un mundo de gasolineras, bares, pueblos atravesados por carreteras, campos desconocidos que cruzar, autopistas, beatniks que huían a ritmo de jazz, forajidos que escapaban de los bancos robados, amantes que se ocultaban en las cunetas, actrices-princesa que recorrían las sinuosas carreteras de la Costa Azul, turistas en carrera hacia la playa. Todos galopando ‘on the road’.
De todo esto da buena cuenta la revista Litoral. Rescatando textos e incluyendo algunos nuevos. El escritor Justo Navarro relata la presencia del automóvil en las letras y las artes. Portentosa imagen la anécdota en la que mete a James Joyce y Marcel Proust en un taxi. O las referencias a Crash, la novela de JG Ballard que David Cronenberg llevó al cine y que sigue hoy siendo uno de los más turbadores relatos sobre el mundo de los coches.
La revista recoge también la importancia que el mundo del automóvil ha tenido, y aun tiene, en la publicidad, que ha hecho de la necesidad de vender coches una sinfonía de sueños. Los artistas también lo recogieron y por la revista aparecen mezclados con autos desde el surrealismo de Magritte hasta el kitsch de Jeff Koons, sin olvidar el maravilloso autorretrato de Tamara de Lampicka, un automóvil pintado para estar a tono con Sonia Delaunay o la habitual descarga histriónica con la que Salvador Dalí hacia suyas las nuevas tendencias.
Litoral habla de las marcas de coches que esos escritores citaban para agradecerles la adrenalina que trasladaban al papel. Retrata las diferentes partes de un vehículos, pues hay poemas dedicados a los faros, al retrovisor, al volante o al paracoches, cada uno de ellos con una potente carga simbólica.
Todo vive imbuido de la velocidad que tanto amamos porque, como escribe Juan Bonilla, “a doscientos kilómetros por hora atropello al futuro y lo convierto en ese gas letal que es el pasado”. Aunque también están los que miran con recelo toda esta orgía de gasolina y asfalto: “Pobre ilusos, como si pudiese escapar de lo que son”, escribe Karmelo C. Iribarren tras mirar a los conductores y escuchar la pisada global del acelerador hasta el fondo.
Así es el mundo del automóvil, gente huyendo de un lado a otro, que es la única manera de encontrar aquellas cosas que no buscábamos y que al final son las más hermosas. Quizá sea un mundo de ilusos, puede ser, pues también está construido, igual que el halcón maltés de Dashiell Hammett, con el material con el que se forjan los sueños.
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