Este texto se iba a titular Mi reconciliación con Pablo Und Destruktion.
En él iba a empezar diciendo que, según cuentan, siete segundos son suficientes para juzgar a alguien, para emitir un veredicto difícil de modificar: eso que llamamos primera impresión. Después comentaría algo así como que esta regla surgida de los estudios de algún psicólogo de agenda apretada y cerebro cuadriculado no se cumple siempre. Y de ahí, enlazaría con mi historia.
En ese texto que yo pensaba escribir tenía previsto contar cómo fue mi primer encuentro con la música del tal Pablo. En la sala Joy, antes de un concierto de Nacho Vegas, hace poco más de un año. Recordaría, en ese texto, la imagen que me formé sobre él a partir de ese bigote rubio, ese look de elegancia impostada entre retro y rancio y esa forma tan particular de interpretar —ceño fruncido, patadas al escenario, gritos, mala hostia y humor a intervalos—. Os contaría que no se parecía a nada que yo hubiera visto antes, que no logré ubicarle bajo ninguna etiqueta y que no me resultó fácil de escuchar porque, aparentemente, no buscaba agradar en el sentido más amable de la palabra. También reconocería, eso sí, que vi en él dos grandes virtudes: energía y personalidad, aunque quizá demasiadas para una primera toma de contacto. Justo después admitiría, en ese texto, que le puse por error la etiqueta de personaje caprichosa y deliberadamente transgresor y que, de primeras, no hubo flechazo —a pesar del En el pozo María Luisa que se marcó junto al Señor Vegas—.
A continuación, en ese texto que yo iba a escribir, narraría cómo en los meses siguientes fui viendo crecer su popularidad. Vídeos compartidos en Facebook, entrevistas en medios, su nombre estampado en carteles y titulares polémicos. Y, después, confesaría que esa actitud pasional e intelectual al mismo tiempo, seria pero con un toque de humor, empezó a intrigarme y a despertar en mí cierta curiosidad. Pero también diría que yo todavía no me bajaba de la burra y que evitaba darle una escucha meditada a aquello que había oído por vez primera en la Joy. En ese texto contaría también que alguien con cierto poder para derretir mi estúpida cabezonería insistió, convencido de que me gustaría, y que yo, en un intento de corregir mi tendencia al prejuicio, lo hice.
Comentaría después, en ese texto, que cuando me puse a entrar en su mundo empecé por Animal con parachoques —publicado en 2012 y disponible en Bandcamp—, seguí con Sangrín y los seis temas de Funeral de estado, y terminé con Vigorexia emocional —los tres en Spotify—. Contaría que me detuve, una a una, en todas las canciones de la prolífica colección y admitiría que en seguida me sorprendí canturreando el estribillo de Agujero, regodeándome en el arranque de Extranjera, investigando sobre las anécdotas que inspiraban sus historias y sintiendo el magnetismo de un personaje que solo unos meses atrás me había provocado rechazo. Confesaría también, en ese texto, que, después de recorrer sus discos, además de constatar lo que ya había vislumbrado durante el primer encuentro —una propuesta valiente y un carácter sólido y arrollador— alcancé conclusiones que me obligaron a retractarme, como que no es transgresor por capricho, que hay rabia real tras su desgarro, que hay valentía, pasión e inteligencia y que, sobre todo, hay VERDAD.
En ese texto que iba a escribir tenía pensado dedicar un breve párrafo a su sonido ecléctico, arraigado en lo popular, en la tradición y en el folclore, que rompe con todos los cánones al incorporar toques de psicodelia y ruidismo. Pondría ejemplos de temas en los que se atreve a jugar, como Leona, donde se oyen in crescendo los nada decorosos gemidos de una mujer, y mencionaría otros, Dulce amor, en los que se ciñe a atmósferas más tradicionales para equilibrar el conjunto. En ese texto, cerraría esta parte con una frase semihecha al estilo: en un contexto donde todo tiende cada vez más hacia la uniformidad es un placer asistir a propuestas libres que huyen de los corsés.
Después pensaba dedicar unas líneas a sus letras, esas como de poeta maldito. Las calificaría de lirismo coloquial, áspero, honesto, irónico y, a ratos, tierno. Deslumbrante pero teñido de carbón. Mencionaría que, aunque habla de ideales, de precariedad y de descontento, también lo hace de amor, de sexo, de celos, de dolor. Y mencionaría que es para mí inevitable distinguir dos líneas temáticas aunque él insista en que ambas caminan de la mano: “la política va mucho más allá de los partidos, mercaderes o medios de comunicación; la política impregna todas nuestras relaciones sociales cotidianas y las articula con el poder que ejercemos unos a otros”. Diría también que es un experto en conjugar experiencias individuales con colectivas, en construir relatos vividos que son suyos pero también nuestros, y concluiría: en ese ejercicio radica el poder de empatía y la capacidad transformadora de las canciones. Ahí está la magia. O el truco.
Pero, llegados a este punto, os diré que nunca voy a escribir ese texto. Que deseché la idea tras varias semanas de embrujo que desembocaron en adicción y un reciente concierto. Ya no puedo hablar de mi reconciliación con Pablo Und Destruktion porque para reconciliarse hay que haber estado enfadado alguna vez. O al menos albergar un recuerdo doloroso, una espinita clavada que aún sangra un poco. Yo simplemente cometí el estúpido y tan común error de prejuzgar y descartar. Gracias a canciones como Pupilas dilatadas de ira —una confesión que da pie a la paz y que, a medida que avanza, se va deshaciendo del odio y se va llenando de amor— o Ganas de arder —un refugio hedonista para amantes del ahora que quieren perderse el uno en el otro e ignorar el moribundo mundo gris—, un año después de la primera impresión, no hay reconciliación que emprender. Después de descubrir que ser solemne y provocar carcajadas es perfectamente compatible y que se puede hipnotizar con «cagamentos hechos canciones», ya no quedan restos de esos siete segundos en los que supuestamente uno juzga, encasilla, ama o desprecia.
Por eso, ese texto mutante que apuntaba hacia pero nunca llegó a ser la historia de una reconciliación se convirtió en la de una rendición. Porque, al final, uno se rinde ante el talento, la vitalidad, la ilusión, la vehemencia, la autenticidad, el humor y la franqueza.
El día 11 de junio, en el teatro Lara de Madrid, pienso enseñarle con aplausos mi bandera de rendición. Intenté resistirme pero no pude.
«Bueno, amigo, ye lo que hay».
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