«My name is Yon Yonson,
I work in Wisconsin,
I work in a lumbermill there.
The people I meet when I walk down the street,
They say, ‘What’s your name?
And I say,
‘My name is Yon Yonson,
I work in Wisconsin…»
And so on to infinity.
Matadero cinco, Kurt Vonnegut
En agosto de 2010, uno de los mejores cineastas de las últimas décadas falleció víctima de un cáncer de páncreas terminal, con solo 46 años y dejando un legado audiovisual de cuatro películas y una serie de televisión de 13 episodios. Antes de morir, Satoshi Kon escribió una carta de despedida que ocuparía un lugar de privilegio dentro de un hipotético ranking de «cosas más hermosas y tristes» que el que aquí suscribe ha leído en su vida. En esta carta, entre otras cosas, Kon se disculpaba por haber llevado con tanto celo la preproducción de su quinta película como director, The Dreaming Machine, cuyo desarrollo permanece desde entonces en punto muerto; también hablaba de su incapacidad para dejar de trabajar, incluso a pesar de su trágica situación. Quienes disfrutábamos de sus películas quedamos repentinamente huérfanos del genio de un artista irrepetible, cuyo imaginario era capaz de aglutinar sensibilidades en las mismas frecuencias de onda que las de otros creadores tan distintos como Dario Argento o Carlos Saura (!). Poca broma.
Satoshi Kon, que en alguna entrevista hablaba de su interés en la filosofía budista kegon, había construido en sus animes un difícil y fastuoso discurso en el que la memoria, el arte y la cultura popular componían universos de muñeca rusa que revelaban identidades olvidadas, ocultas o enterradas en sus personajes. El propio cine como tal ya tomaba una gran importancia en este discurso: en Perfect Blue (1997), su primera película, una joven actriz en búsqueda de sí misma era víctima de las retorcidas proyecciones que la visión del «otro» hacía sobre su personalidad; en Millenium actress (2001), otra actriz, esta vez anciana y ya retirada, hacía examen de su vida mientras ésta se mezclaba con las películas que había interpretado y los recuerdos de un amor imposible; y en Paprika (2006), el último film estrenado de Kon antes de su muerte, un grupo de psiquiatras exploraba las posibilidades terapéuticas de un aparato, el DC MINI, que les permitía entrar en los sueños de sus pacientes, en los que aparecían escenas e imágenes extraídas de filmes como El sueño eterno (The Big Sleep, Howard Hawks,1946) o El coleccionista (The Collector, William Wyler, 1965).
El sueño eterno (arriba) y Paprika (abajo)
Desde 2013, la editorial Planeta DeAgostini ha estado realizando una magnífica labor al editar en castellano la obra de Satoshi Kon en manga, hasta ahora desconocida en España. Su última aportación es OPUS (ficción originalmente publicada bimensualmente entre 1995 y 1996 por la revista japonesa Comic Guys), en la que, una vez más, Kon trabaja con el propio medio como elemento activo de la historia. OPUS cuenta cómo un mangaka, Chikara Nagai, es arrastrado al interior de Resonance, la ficción que está dibujando para una publicación juvenil, por un personaje que se niega a morir a manos de su demiurgo, provocando así una serie de acontecimientos que hacen que el propio manga se desdibuje (literalmente). En mitad de todo esto, se encuentran la atractiva heroína Satoko Miura (una joven detective con poderes telepáticos) y su némesis, un folletinesco supervillano, también telépata, conocido como el Enmascarado, gurú de una secta llamada «Religión Anónima» dedicada a producir la droga «Virtual Drug», que lava el cerebro de quien la toma.
Antes de dedicarse al cine y ser director en el mítico estudio de animación Madhouse, Kon había sido asistente artístico del manga Akira y discípulo de Katsuhiro Ôtomo, por lo que el tipo de dibujo de OPUS recuerda a veces al del autor de Pesadillas, con trazos dinámicos a la búsqueda de imágenes de gran fuerza conceptual, ingeniosas, impactantes, rítmicas y (sobre todo) divertidas. Los mangas de Kon parecen más interesados en la idea detrás del dibujo que en la espectacularidad, algo que podría distinguirlo del estilo de Ôtomo, más amante de las explosiones locas, los tiroteos y la violencia sin pudor. Aún así, en sus momentos de mayor intensidad, OPUS no renuncia a llenar sus páginas con un sinnúmero de detalles e imágenes cargadas de juegos visuales y alucinadas soluciones narrativas.
En el canon de su creador, Opus se antoja como un eslabón perdido a medio camino entre Paranoia agent (2004) y Paprika. Como en todas las historias del japonés, el universo que presenta OPUS podría extenderse indefinidamente en la cabeza de quien se acerque a él con la disposición adecuada, tal es la cantidad de retruécanos, ideas y posibilidades que evoca. Los «mundos dentro de mundos» y las imágenes de realidades infinitamente superpuestas a los que Kon nos ha tenido acostumbrados hasta ahora son también parte de las esencias de este cómic que nos recuerda que aunque su autor ya no esté con nosotros, su obra ha seguido ahí, traduciéndose y abriendo nuevas ventanas de disfrute y maravilla. Ojalá siga haciéndolo. Hasta el infinito.
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