Lo mejor que se puede decir del cine de Nacho Vigalondo es que ni busca zonas de confort ni redes de seguridad. Sus tres películas hasta la fecha suponen arriesgados e inteligentes desafíos para el espectador y (especialmente) para el aficionado al cine de género, las tres llevan sus premisas al límite. A este respecto, su tercer largometraje, el primero rodado en inglés y con reparto internacional, va más lejos que ninguna de sus anteriores propuestas. Open Windows es un frenético thriller informático con el mito del voyeur como excusa argumental (persigue sin pudor las tradiciones que encarnan La ventana indiscreta (Rear Window, Alfred Hitchcock, 1954) o Doble cuerpo (Body Double, Brian De Palma, 1984). Incluso su propio título ya homenajea al clásico de Hitchcock, en el que una polémica actriz, Jill Goddard (Sasha Grey), se ve sometida a un perverso juego de dominación a través de la red a manos del retorcido Simon Chord (Neil Maskell). En medio de todo, Nick Chambers (Elijah Wood), fan de Jill y héroe (a su pesar) de la historia hará lo posible por salvar a la chica mientras es extorsionado por el villano. El aspecto más llamativo de la cinta, su apartado visual, es a la vez su gran baza y su gran problema: toda la película está contada desde la pantalla de un ordenador que, a través de cámaras de seguridad, webcams, móviles, etc. da cuenta de todo lo que sucede en la historia y permite a los personajes interactuar entre sí. Como ejercicio de estilo audiovisual es de un virtuosismo técnico espectacular y está resuelto con ingenio; sin embargo, la continua necesidad de mantener un interés progresivo, una vez pasados los primeros minutos que exponen la historia, y el dinámico tono fuerza la película a moverse continuamente, sin pausas, y a disparar información en todas direcciones dejando poco espacio para que la enrevesada intriga pueda respirar. Los numerosos giros argumentales, cambios de espacio y de formato hacen que su director encorsete la trama con un maremágnum de ideas que exigen del espectador una enorme atención y lo obligan a reevaluar todo lo que ve cada pocos minutos.
Aun así, hay en las propuestas de Vigalondo un afinado interés por mostrar la ambivalencia moral de sus protagonistas que se revela lo más interesante de esta Open Windows. En uno de los momentos más tensos y provocativos del film, Jill, arquetipo de la damisela en apuros para los cínicos tiempos de la vigilancia perpetua (y cómplice) post-Julian Assange, se ve obligada a satisfacer ante su cámara web las lúbricas fantasías del psicópata que, en realidad, pretende representar pulsiones secretas del protagonista y del propio público. Más allá de las responsabilidades éticas entre director y espectador que se puedan plantear, la función narrativa de esta escena es un triunfo conceptual: la cámara nos sitúa como cómplices de un crimen, como parte activa y representativa del implacable y morboso ojo de Internet. Todos somos el inocente y el malvado al mismo tiempo. Aquí, como en otros muchos momentos del film, forma y fondo funcionan con fuerza.
Un aviso a navegantes: Vigalondo suele retorcer (más aún) el final de sus películas. Lejos de desvelar más de la cuenta, los (varios, y muy ambiciosos) saltos de fe que exige Open Windows al público en su tercer acto pueden dinamitar por completo la ya de por sí fluctuante suspensión de incredulidad del más pintado. En cualquier caso, si disfrutaste de Los Cronocrímenes, primer largometraje del realizador cántabro, probablemente valores los muchos aciertos de su nueva película (es prácticamente una secuela espiritual). Aunque este difícil experimento funcione de manera irregular, la originalidad, la obsesión por el detalle, el arrojo, la intensidad y el sentido de la maravilla que despliega (ojo a la secuencia de persecución de coches) bien valen una misa.
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