El concierto que dio McEnroe el pasado sábado en el Sansan Festival fue uno de esos que se recuerdan toda la vida, de esos que algún día contarás a tus nietos mientras fotogramas en blanco y negro pasan por delante de tus ojos a la velocidad de la luz rememorando una juventud perdida. Los vizcaínos tocaron a las 03.20 de la mañana, después de un divertidísimo y movidísimo concierto de los noruegos Kakkmaddafakka; el reto era grande, pero consiguieron volver a hacer entrar en calor a su reducido pero fiel público.
Es curiosa la sensación que se produce cuando un concierto de festival se convierte en un directo íntimo, cuando entre canción y canción casi puedes oír la respiración nerviosa del que está a tu lado, cuando se oyen los gritos del público y los acordes del concierto que tiene lugar paralelamente en el otro escenario y por el que no sientes el más mínimo interés. La voz rota de Ricardo Lezón, el vocalista de esta banda de Getxo, lo consiguió el pasado sábado, erizando el vello de su público, que se acurrucaba (no ya por el frío) sino para atrapar y apropiarse conjuntamente de cada una de delicadas piezas como Mi Vietnam o Los veranos.
A esas horas el público ya está en otro estado y en el ambiente se respira una atmósfera diferente, las luces de los focos que te iluminan la cara son mucho más intensas que las de un concierto tranquilo a las 19:00 de la tarde (o al menos tú te las imaginas así) y joyas como La Cara Noroeste o Las Mareas suenan multiplicadamente.
McEnroe, esa banda con apellido de tenista, es una de esas que, una vez escuchada, se queda para siempre contigo, que a medida que vas descubriendo sus discos (ya cuentan con cinco) y escuchas una canción nueva te parece la mejor. Se trata de un grupo que ha sabido hacerse a fuego lento (empezaron en 2002), como son sus letras, pero con resultados magníficos y un estilo muy propio y original. Un pop meloso que deja muy buen sabor, a veces melancólico, pero sin aires atormentados.
Los chicarrones del norte que conforman McEnroe supieron crear una inmensa intimidad entre la multitud festivalera con ganas de beber y bailar. Los que allí estábamos viendo el concierto (muchos solos, abandonados por sus amigos con gustos musicales “distintos”, otros en grupo), nos vimos, de repente, rodeados por un aura en forma de voz rota que susurraba letras con capacidad para penetrar la piel. Lo que ocurría más allá de ese aura que nos rodeaba, de ese escenario pequeño y alternativo, de esa cara B, no importaba ni merecía la pena. Porque lo importante estaba sucediendo allí, Los valientes, La Palma o Tormentas sonaban en forma de anestésicos con superpoderes y nuestra imaginación volaba, emborrachada de bonitas melodías, acompañada de gente especial, soñadora.
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