Aunque sea paradójico decirlo ahora, la soledad está en alza. Y no solo por el confinamiento al que estamos sometidos actualmente, lo estaba ya antes de que toda esta pandemia del COVID19 explotara. Era una pandemia más, pero invisible al resto del mundo que no la sufre. Millones de personas viven solas en grandes ciudades, en pequeños barrios, algunas mayores aisladas debido a sus dificultades para salir a la calle y muchas de ellas, un gran número, también mueren solas. En ocasiones, pasan días, semanas e, incluso, meses hasta que alguien se percata de ello porque, por horrible que suene, así es, nadie los echa en falta. Y ese nadie implica que no hay un solo familiar, un solo amigo o un solo conocido que tuviera relación con ese ser humano que abandona el mundo con la única compañía de su cuerpo moribundo y encerrado en sus propios pensamientos. Y esa soledad tan inmensa y terrorífica es la que relata el ácido documental La teoría sueca del amor. Una crítica radiografía a la aparentemente perfecta sociedad sueca. Una operación a corazón abierto a la cultura de la independencia por excelencia, a la de la perfección, en la que impera la filosofía del “do yourself”, que se refleja hasta en su propio mobiliario, en la que está prohibido depender de alguna manera de otra persona, las relaciones sexuales prácticamente están a la baja, uno de los métodos más recurrentes para concebir es la inseminación artificial por parte de mujeres sin pareja y un gran elevado número de personas mayores mueren o se suicidan solas tras una puerta cerrada. Tal es el número de estos casos que incluso existe una institución gubernamental dedicada en exclusiva a contactar con los familiares de estas personas que fallecen solas.
El realizador italiano Erik Gandini se adentra en los valores de la cultura sueca de una forma original, sencilla, pulcra, ordenada y minimalista como lo es la propia idiosincrasia del país. Ayudado de una fotografía espectacular y una banda sonora contemporánea se retrotrae a los años 70 para iniciar el documental, cuando un grupo de políticos lanzaron lo que, por entonces, parecía que iba a otorgar la mayor dosis de libertad al ser humano: que ninguna persona tuviera que depender de otra para subsistir, fue la llamada teoría sueca del amor que deslumbró a una sociedad con gran ansia de independencia. Un proyecto sociológico que perseguía que todo individuo fuese autónomo independientemente de la etapa vital en la que se encontrara y que parecía que iba a traer la felicidad a sus habitantes y no hizo más que convertir a su población en personas autómatas, insatisfechas y desprendidas de una cualidad inherente al ser humano: la sociabilidad. Porque, como se dice en la propia cinta: “¿para qué sirve tener un millón en el banco si no eres feliz? Las seguridades que ofrece la sociedad no dan felicidad”.
Como dice el filósofo Zygmunt Bauman en su intervención al final del documental: “Algo que no te proporciona el Estado ni las políticas gubernamentales es estar con otras personas, formar parte de un grupo. La gente que ha sido educada en la independencia, ha perdido la habilidad de negociar la cohabitación con otras personas porque ha perdido las habilidades propias de la socialización. Cuanto más independiente eres, menos puedes hacer para detener tu independencia y sustituirla por una muy placentera interdependencia. Al final de la independencia, está el vacío, la insignificancia de la vida y un aburrimiento absolutamente inimaginable”.
El Ítaca soñado por tantos, el ideal de los países ricos avanzados, la utopía del protestantismo y el estado del bienestar no es más que una jaula bonita donde viven cómodamente personas que han olvidado su espíritu humano. Donde reina la autonomía, y la independencia y la autosuficiencia se han convertido en banderas de la libertad cuando no son más que una falsa ilusión y lo que hacen no es más que cerrar aún más la cerca del alma humana acorralándolas en una insufrible soledad. Porque, no lo olvidemos, somos seres humanos e, inevitablemente, nuestro instinto animal nos hace necesitar a otros, sí, dependemos unos de otros para vivir y eso no nos hace más débiles, sino más imperfectos, más únicos, en definitiva, más humanos.
Tal vez esta enfermedad del coronavirus que actualmente está azotando a nuestra sociedad está dejando más que nunca al descubierto la otra gran plaga que existe entre nosotros: la soledad. Una realidad que se está dejando ver al comprobar cuántas personas están muriendo solas o cuántos mayores se encuentran más aislados que nunca en sus domicilios o cuántos de ellos han muerto en una residencia sin haberse podido despedir de un familiar. Y también está poniendo de relevancia otros aspectos: que las mayores dosis de felicidad se obtienen cuando nos relacionamos, lo insulsa y aburrida que sería la vida si solo nos tuviéramos a nosotros mismos y que, nos guste o no, para sobrevivir nos seguimos necesitando los unos a los otros.
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