Juan Mayorga (Madrid, 1965) es uno de esos nombres que se deben escribir en mayúsculas, es uno de los dramaturgos españoles contemporáneos más representados. Con apenas 20 años publicaron su primera pieza Siete hombres buenos y, desde entonces, hasta la actualidad, cuando se encuentra sumido en la adaptación del guion cinematográfico de su obra El arte de la entrevista, no ha parado de crear. Reconoce que no tiene un método específico de trabajo, que parte de fábulas y que la práctica escénica es una escuela de vida. También califica de “ridícula” su producción cuando se compara con autores prolíficos. Mayorga es relevante porque en su trayectoria encontramos numerosas obras, por la calidad de las mismas, por trabajar en la enseñanza y difusión de las artes escénicas, por ser un agente vivo del teatro en España, pero también y, sobre todo, por la enorme humildad que lo caracteriza. Esta tarde, dentro del 34 Festival de Teatro de Málaga, se representa El Cartógrafo y nosotros hemos tenido la suerte de charlar con él.
Licenciado en Filosofía y Matemáticas, ¿cómo derivaste en las Artes Escénicas?
Yo era un aficionado al teatro desde mi adolescencia, no antes porque no fui al teatro de niño, pero cuando fui al teatro, lo hice porque en mi instituto nos dijeron que tenía que ir a ver Doña Rosita la soltera y me enamoré de ese viejo arte. A partir de ahí fui un aficionado, que al mismo tiempo era un modesto escritor porque escribía, como algunos adolescentes, intentaba la narración y la poesía, entonces era natural que, de algún modo, esas dos pasiones confluyesen y poco a poco descubrí que el teatro podía ser un buen lugar para un escritor. Siempre he tenido un amor por el estudio y el conocimiento, estudié Filosofía y Matemáticas y nunca he dejado de hacerlo. Insisto en que tanto una como otra me han nutrido como dramaturgo, no siento que haya un corte, ni un salto desde la Filosofía y las Matemáticas al teatro. De algún modo, todas esas pasiones se han ido trenzando y enriqueciendo unas a otras.
A lo largo de tu carrera profesional siempre has estado muy vinculado con la enseñanza (primero como profesor de Matemáticas, después de Dramaturgia y Filosofía, eres director de la Cátedra de Artes Escénicas de la Universidad Carlos III de Madrid…) ¿Cómo crees que influye esta en los niños y luego de adultos a la hora de desarrollarse profesional y personalmente? ¿Cómo valoras la enseñanza en la actualidad?
Para mí la enseñanza es muy importante, incluso antes de acceder a ella, ya que mi padre fue maestro y luego inspector escolar, por lo que la educación ha sido un tema en la conversación familiar. Yo mismo he sido un docente, he dado clases de Matemáticas en secundaria, profesor en la Escuela de Arte Dramático y ahora dirijo la Cátedra de Artes Escénicas de la Universidad Carlos III de Madrid, aparte de otros trabajos en la Universidad, talleres de dramaturgia que imparto en diferentes lugares, etc. Para mí la escuela es fundamental, una sociedad no puede ser mejor que su escuela. Creo que la escuela debería ser un espacio para formar personas que tengan buenas posibilidades para situarse luego en el mercado de trabajo, pero al mismo tiempo es fundamental que en la escuela se formen personas imaginativas y con capacidad, y esa segunda dimensión de la escuela es la que está en peligro, no es atendida lo suficientemente. Otro tipo de presiones y urgencias hacen que se reduzca el lugar que puedan tener las artes y el teatro en la escuela, algo muy lamentable, ya que el teatro no debería ser un lujo de la escuela sino que debería estar en el centro de la misma. La práctica escénica es una escuela de vida, hacer teatro en la escuela te lleva a ponerte en el lugar de otro, a pensar desde otra experiencia, desde otra circunstancia y eso es extremadamente valioso, y quien ha de pronunciar un texto ha de hacer una lectura especialmente comprensiva de sí mismo, poner las palabras en situación; una lectura teatral para su interpretación exige una atención muy especial y hacerla conlleva un aprendizaje enorme.
Trabajaste con Angelica Liddell en el Teatro del Astillero, ¿qué nos puedes contar de aquella época?
No fue compañera en El Astillero, pero sí en un taller de dramaturgia que impartió Marco Antonio de la Parra, un autor chileno, a principios de los 90 y allí coincidí con Angélica, con Juan Antonio Castillo, Pedro Villora, José Ramón Fernández, Luis Miguel González Cruz, Raúl Hernández Garrido, con los que luego serían mis compañeros del Astillero.
El Astillero lo veo como un espacio de agitación, un lugar donde cada uno sometía sus textos a la mirada crítica de los demás, pero también era un lugar por el que circulaba la información, unos hacían sugerencias a otros sobre libros, películas interesantes, fenómenos a los que había que atender. Y empezamos a desarrollar distintas intervenciones, algunas puestas en escena, una pequeña editorial de textos que nos parecían interesantes que llegaran a libros, talleres de los que de algún modo éramos docentes, etc. Fue muy importante esa experiencia.
Tu primera obra la escribiste con 24 años, ¿recuerdas qué pasó por tu cabeza cuando te decidiste a hacerlo?
Ya había escrito alguna, pero no me había atrevido a mostrarla, creo que tendría como 20 o 21 años cuando ya escribí la primera versión de Siete hombres buenos, que se publicó porque recibió el accésit de del premio Marqués de Bradomín. Lo que me llevó a escribir ese texto y lo que me lleva a escribir una y otra vez otras obras, como la de ahora en la que estoy sumergido, es una imagen, una experiencia, una pregunta que deseo compartir, y tengo el teatro para hacerlo. El teatro es un medio extraordinariamente rico, complejo y directo para compartir experiencias, preguntas, imágenes, ideas … todo eso está en el teatro. Es ese anhelo, ese deseo lo que me llevó a escribir Siete hombres buenos, en torno a la condición del exiliado, de un hombre que ha sufrido la violencia política, lo que le ha conducido a irse fuera de su país. Los protagonistas coinciden en esa condición, son gente que tuvo que abandonar su patria o incluso gente que nació fuera del país, hijos de exiliados, que no han podido volver, que están creciendo en otro país de aquel al que, de algún modo, ellos sienten pertenecer. Concretamente esta pieza, de todas las que he escrito, es la única que nunca se ha puesto en escena, ha sido estudiada y publicada, pero no ha llegado a ponerse en escena.
¿Cuál es tu método de trabajo para escribir una o dos obras por año?
No creo que escriba tanto, si me comparo con autores prolíficos, como Lope de Vega (el campeón), mi producción es bastante ridícula. No tengo un método, normalmente es una fábula antes que un tema lo que me lleva a que se me ocurra una historia. Si bien no creo que la función del teatro sea la narrativa, el teatro ha de construir experiencia poética, suelo arrancar en una fábula que, bien llega a mis oídos o se me ocurre a partir de una imagen, de un personaje… nace de la imaginación, e intento darle forma al texto, eso a veces ocurre con relativa facilidad y otras, no. Yo escribo unas páginas, que me llevan a otras y, en ocasiones, se producen bloqueos que duran años, y a veces una nueva imagen, una experiencia, algo que te ocurre, llevan a desbloquear ese material. Mi relación con los textos, los modos en los que han ido convirtiéndose en obras son muy diversos, ya que yo me mantengo en permanente conflicto con mis textos. El Cartógrafo que se va a ver hoy en el Teatro Cervantes de Málaga es distinto del que se vio en Valladolid, no solo por el montaje, incluso en el texto; estoy en permanente pelea con mis textos, todas mis obras son mi última obra, incluyendo Siete hombres buenos.
¿Qué nos puedes adelantar de El cartógrafo?
Lo primero es que es un espectáculo que incluye una extraordinaria oferta, que es la de ver en un escenario a dos de los grandes actores de este país: Blanca Portillo y José Luis García-Pérez. Son dos actores formidables y en esta obra lo prueban en cada minuto que están en el escenario. No es un duelo, es un baile entre dos enormes actores. El Cartógrafo es una obra que pide mucho al espectador, espera mucho de él mediante la elocuencia de los actores y poco más, ya que cuenta con muy modestos elementos escenográficos para que el espectador construya los espacios y complete el trabajo de los actores, hasta ver en el escenario hasta 12 personajes distintos interpretados por estos dos actores. La obra parte de una pregunta: ¿Hubiera sido posible hacer un mapa del gueto de Varsovia desde dentro? Pienso que un mapa así habría estado en peligro en cada instante porque hubieran estado en peligro quienes lo trazasen, una tarea así solo estaría al alcance de un niño. El Cartógrafo cuenta esa historia, cómo un mapa así pudo hacerse (si es que se hizo), no es más que una fábula, una leyenda que comparto con los espectadores. Además, cuenta una segunda historia, la de una mujer de nuestro tiempo, española, que está en Varsovia y que busca ese mapa, que se toma en serio la existencia de ese mapa casi imposible y lo busca en la Varsovia de hoy y se busca así misma también construyendo el mapa de su propia vida.
En tus obras siempre hay un gran componente social desde lo humano. ¿Cómo es el proceso al trabajar sobre los miedos o la salud de una sociedad?
Yo no escribo con la voluntad de entristecer a la gente, como dice un personaje de mi obra El crítico: “No procuro extender la desesperación”, pero si es cierto que el teatro tiene como misión, como la propia cartografía, hacer visible aquello que está ahí aunque no veamos, aquello en lo que no reparamos en la vida cotidiana, pero que, sin embargo, esta ahí, aparcado. El teatro tiene cierta capacidad, cierta voluntad de desplegar lo plegado, lo escondido, en cuanto a nuestra vida personal, hablar a cada espectador al oído, pero también en cuanto a asamblea, ciudadanos, el teatro nos puede hacer preguntas en torno al modo en que nos relacionamos, nos organizamos. Ambas preguntas están vinculadas a la persona y a la responsabilidad de cada uno con los demás y para con uno. No pretendo dar lecciones a nadie, comparto preguntas, que ojalá alguien se sienta interpelado por ellas.
Tu obra El chico de la última fila fue llevada al cine por Françoise Ozon con el título En la casa, ¿Cómo es ver tu texto en la gran pantalla, se siente un distanciamiento mayor que con las adaptaciones teatrales?
Ahora mismo estoy trabajando con Javier García en el guion de una película basada en mi obra El arte de la entrevista, que dirigirá Paula Ortiz, y me siento feliz de poder mirar a mis personajes y esa historia de otro modo. Cada medio tiene distintas posibilidades y límites, yo no siento que el cine sea de primera división respecto al teatro, y este sea de segunda. Escribo, no pensando en que algún día las obras llegarán al cine, pero si esto ocurre en el cine, como ocurrió con la adaptación de Ozon, me siento feliz porque me gusta, me alegra mucho compartir con otras personas esa pregunta a través de otro lenguaje. Mi actitud, mi relación con el material de la obra es muy interna, en la adaptación de Ozon no participé en el guion, pero la película es muy justa y fiel al texto teatral y en todo caso yo me alegré mucho viendo la película.
¿Qué esperas de un actor?
Para mí el teatro es el arte del actor, es el que está en el centro, en ese encuentro con el espectador, que es conflictivo. Lo que más puedo desear de un actor es que descubra en mis personajes luces y sombras que yo no sabía que estaban ahí y eso algunos actores te lo entregan, y eso es lo que hacen Blanca Portillo y José Luis García-Pérez en El Cartógrafo.
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