Happy End: la desamparadora soledad 2.0 de Haneke
“An artist is someone who should raise questions rather than give answers. I have no message”
(“Un artista es alguien que debería plantear preguntas en lugar de dar respuestas. No tengo mensaje”)
– Michael Haneke –
La última película de Michael Haneke,Happy End,no ha recibido muy buenas críticas, presentada en el Festival de Cannes en 2017 provocó un gran desencanto incluso entre sus mayores seguidores. Diferentes voces se manifestaron expresando que no estamos ante su mejor obra y, efectivamente, no lo es. El director austriaco, con títulos en su filmografía de la talla de Amor, La cinta blanca o Funny Games, nos tiene acostumbrados a un listón muy alto difícil de superar y este Happy End no sorprende de forma espectacular a casi nadie durante su proyección, aunque sí es una de esas películas que deja huella en el tiempo tras su visionado. Algo que únicamente el buen cine y los buenos cineastas consiguen hacer. Como afirma el propio Haneke: “An artist is someone who should raise questions rather than give answers. I have no message” (“Un artista es alguien que debería plantear preguntas en lugar de dar respuestas. No tengo mensaje”). Y Happy End deja muchos interrogantes abiertos, plantea diversas problemáticas sobre las que reflexionar tras observar su irónico final feliz colocando al espectador, sedado por una buena carga dramática, en una predisposición ideal para pensar.
La condición humana es la protagonista de esta cinta en la que Haneke vuelve a bucear en las entrañas más desesperantes del ser humano, concretamente, en esta ocasión lo hace a través de una familia aburguesada europea que reside en Calais. La incomunicación de sus personajes es tal que parecen vivir en islotes individuales dentro del propio continente, impidiéndoles el contacto con la realidad social y política que les rodea e incluso comunicar sus emociones más básicas.
Haneke vuelve a bucear en las entrañas más desesperantes del ser humano
El ritmo pausado de Happy End es similar al proceso de descomposición que sufren sus personajes a lo largo de la historia. El deterioro, palpable desde el inquietante inicio, se expande a niveles y personajes insospechados, planteando el suicidio como única solución viable para estos seres atormentados que protagonizan la cinta y al que dan vida un reparto de primera: la increíble Isabelle Huppert, Jean-Louis Trintignant (protagonista de la obra maestra Amor), Toby Jones, Franz Rogowski, Mathieu Kassovitz (Amelie) y la misteriosa Fantine Harduin.
La isla aséptica en la que viven los miembros de esta familia burguesa se materializa en forma de una gran mansión en mitad de Calais, uno de los lugares de la Tierra que mejor representa las contradicciones de la sociedad moderna, donde una de las culturas más avanzadas da la espalda a uno de los mayores problemas de nuestro tiempo: la inmigración. Un lugar inmejorable para situar a estos personajes despojados de cualquier pizca, no ya de esperanza de alcanzar un mundo mejor, sino de ni siquiera un atisbo de deseo de querer seguir viviendo.
Planteando el suicidio como única solución viable para los seres atormentados que protagonizan la cinta
Pues así, en este peculiar lugar y con el chubasquero de la indiferencia, el egoísmo y la impasibilidad puesto, se presentan los protagonistas de esta cinta, en la que las nuevas tecnologías se presentan también como un elemento bastante amenazador. Tal vez muchos no supieron sobrellevar bien el ritmo sosegado del director austriaco. Sin embargo, Happy End es una sutil y afinada crítica de la sociedad burguesa europea, que llega en un momento inmejorable.
Un punto de vista crítico necesario, que alumbra las mellas de una sociedad traumatizada, alienada por las nuevas tecnologías, indiferentes hacia todo lo relacionado con lo humano, alejadas de la realidad e incapacitadas para relacionarse. Desde luego, no es un plato de buen gusto, pero sí de necesaria ingesta. Eso sí, advertimos que el regusto que deja será inquietante y bastante desamparador. En definitiva, más Haneke.
