Confieso que a veces he llorado escuchando a Merzbow, lo cual explica muchas cosas sobre mi estado intelectual. Esto que acabo de decir tampoco tiene por qué ser cierto, pero no me negaréis que queda dramático y molón, aunque sea para poner un poco de glutamato monosódico a nuestras vidas. Merzbow llegó a mí una noche del año 2000 ó 2001, no recuerdo con exactitud, buceando por los canales de la televisión por cable. Había un canal llamado Viva II, una especie de equivalente a Radio 3 en televisión y en alemán. Ahí descubrí a grandes grupos de los márgenes musicales como Mouse on Mars o Autechre. Pues bien, aquella noche estaba dedicada a la música experimental extrema. La maravilla llegó en un videoclip que era un corte de un concierto en alguna catacumba alemana de un tal Masami Akita, alias Merzbow. Recuerdo perfectamente la silueta en penumbra de un señor japonés con las gafas iluminadas por la pantalla del ordenador portátil y un plano de varias chicas con aspecto de prostitutas bailando al son de un ritmo inexistente, pues todo lo que sonaba era puro ruido. Ruido industrial. Sin fronteras, comienzos ni finales y a la vez extrañamente progresivo.
Hoy, queridos amigos, quería hablaros del único músico que tiene en su haber 274 álbumes de estudio en 34 años, a unos 8 discos por año. Imagínate a Kate Perry o a Morrissey sacando 8 discos al año. Acabarían con el cerebro como una pasa, ¿no? Eso es porque no nacieron en Japón, el único país del mundo en el que puedes echar una moneda en una máquina para recibir a cambio fragantes bragas usadas. Todo esto mientras en el Estado Islámico descuartizan infieles. Qué extraño y bipolar es la humanidad. Como Japón. Mientras escribía esto he desviado por un momento la mirada a la foto que tenéis arriba y un escalofrío ha recorrido mi cuerpo. Algo tiene este Merzbow que lo hace tan magnético, repulsivo y fascinante al mismo tiempo.
Decía que Japón ha parido a artistas tan prolíficos que solo con ellos tendríamos material cultural para consumir durante unas cuantas vidas. Me acuerdo de Takashi Miike, cineasta que en sus buenos tiempos perpetraba hasta siete películas al año. En realidad, no tiene ningún mérito cuando eres un tipo con talento y algo de dinero, como es el caso del cineasta, o si tu obra se reduce a destrozar los tímpanos con elocuentes muestras de contaminación acústica de (relativamente) fácil ejecución, como es el caso que nos ocupa. Merzbow decidió un buen día forzar los límites del concepto de «música» para poner a prueba nuestra subjetividad («si el ruido es un sonido desagradable, la música convencional para mí es ruido» Akita dixit), y desde entonces no han sido pocos los artistas que han seguido la corriente sobre todo en el país nipón, donde se habla de un movimiento llamado japanoise.
Y a partir de aquí podríamos disertar sobre la deshumanización del arte y el poder de la abstracción para apelar a nuestro pensamiento intelectual. O sea, la tensión emoción-intelecto de la que tan bien hablaron filósofos del siglo XX como Ortega y Gasset. O, sencillamente, decir que toda esta basura es un puñetero fraude (¿os imagináis a Merzbow sonando en el hilo musical de un supermercado?). En mi opinión, la música que cultiva el bueno de Merzbow es un intento de catarsis ante lo inevitable. Es decir, lo inevitable como escatológico o consecuencia última de nuestras vidas. Merzbow es la metáfora perfecta de la incapacidad del ser humano para optar por el cero o por el uno, por la lógica binaria. En realidad, queda mucho más high tech y más complejo decir que mola no dar explicaciones y tomar una decisión absolutamente arbitraria. Merzbow es un exponente de la poliédrica y difusa lógica del «ya me dirás tú», del caos absoluto de devenires, causas y efectos. Porque en Merzbow no existe una narrativa, como tampoco existe, en última instancia, en aquellas personas que dicen vivir en el aquí y en el ahora. Por eso Merzbow es necesario en este mundo de bucaneros, postureo y cabezas huecas. Al final ya le llegará a cada uno su hora, o yo qué sé.
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