El primer ordenador que tuve fue un Macintosh, esa caja compacta con la que se abre la película Steve Jobs de Danny Boyle. Acababa de iniciarse la década de los 90. No servía de gran cosa, pero entonces no había Internet y tampoco yo sabía hacer casi nada con una máquina así. Me servía para escribir y clasificar los textos y algún que otro rudimentario juego entró en forma de disquete. Entré de esa guisa en el universo Jobs. No tenía nada que ver con el gusto por el elitismo que tan buenos resultados le ha dado a la que ahora es la mayor empresa por capitalización bursátil del mundo (540.000 millones de dólares), por delante de Google y de Microsoft, dejando así claro las tres de por dónde camina la economía mundial. El ordenador cayó en mis manos porque era del mismo tipo de los que usaba el periódico en el que yo escribía y comprarlo me salía más barato si lo hacía a través de mi empresa.
Con esa caja arranca Steve Jobs, la película protagonizada por Michael Fassbender y con una sensacional e irreconocible Kate Winslet. Al parecer había dos Jobs, uno el empresario tiránico que cree en un producto y pelea por él caiga quien caiga; el otro el mesiánico visionario. Me interesa más el primero, que prescinde de esa religión de pacotilla en el que tantas veces caen las nuevas tecnologías y se afana en jugar en la ruleta de los negocios, a los que adapta su genio para llegar, ver y ganar.
Luego compré otro Mac y ahí seguí en el universo que diseñaba aquel tipo incapaz de sentir algo hacía su propia hija (a pesar de su insoportable madre), el matón amenazante con sus subordinados, el desagradecido con sus compañeros de viaje. Jobs quería vender algo exclusivo, algo incompatible con el resto del mundo. Y lo hizo. Yo apenas me apañaba para renovar mi ordenador, meterle programas y cosas así, mientras que mis amigos PC, esa turba infame sin gusto según la religión Jobs, vivía feliz y hacía auténticas virguerías con sus máquinas por muy analfabetos tecnológicos que fuesen.
El fracaso de su política suicida hizo que los directivos de Apple –digamos que los malos, no sólo de la película, sino de la historia de las tecnología del siglo XX- lo largaran, cosa que no dejaba de extrañar dado lo mal que le sentaba creerse Dios. Yo también me largué de Apple y entré en el universo Gates, menos cool, sin glamour pero que me dio una libertad que nunca sentí con Apple.
La segunda parte de la película coincide con su vida fuera de Apple para lanzar un producto de lo más absurdo llamado Next y dedicado a la educación superior. Absurdo según lo que narra la película, porque Boyle da a entender que se trataba de un producto inútil y sin desarrollar cuyo único objetivo era engañar a Apple, entonces su competencia, y retornar para cargarse al traidor John Scully, el CEO del gigante informático al que Jobs le entregó el poder y que luego fue el que lo despidió. Por cierto, a Scully lo interpreta Jeff Daniels, en otro gran papel de este actor especializado en hombres con gran poder y que se enfrentan a retos que les sobrepasan, pero de los que salen airosos (véase la serie de televisión The Newsroom o la última de Ridley Scott: The Martian).
Y así fue, como indica la tercera parte de la película, que no es otra que la presentación del iMac a finales de los 90, con Jobs de nuevo como gurú de Apple, Scully en la calle y Wozniack, el hombre que curró con Jobs en el famoso garaje de California para dar forma a la explosión tecnológica, lamentado la incomprensión del jefe.
Yo no quise unirme a lo del iMac, que parecía, según la hija de Jobs, el horno de una peli de superhéroes. A mí me parecía un juguete comprado en una tienda barata, su diseño era horroroso, indigno de la pasta que costaba. A mí no me la pegas otra vez, pensé, y me quedé en el mundo PC. La película acaba con este hito de la tecnología y el aviso de que iría a más. Luego llegaron el iPod y sobre todo el iPhone y el espectacular diseño de los nuevos ordenadores Apple. Y ahí regresé de nuevo a la disciplina Jobs. Escribo esto desde un Mac Air, Jobs me parece tras ver la película un tipo fascinante y su calidad como ser humano es la de otros muchos que han contribuido al avance de la historia pese a su misantropía. Lo siento por su entorno.
Este artículo no contiene spoilers porque la historia es archiconocida, como corresponde al hombre que se construyó una leyenda, al que la película equipara con Einstein, Picasso o Dylan. La cinta de Boyle busca ahondar entre el hombre empresario y el sacerdote de una nueva religión, su relación con el entorno que le rodea dejando a un lado valores como la paternidad, la amistad y la lealtad en favor de su ambición. Los diálogos son ingeniosos y laberínticos como quizá correspondiera a los protagonistas pero que seguro que pertenecen al guionista Araron Sorkin. Cualquiera que haya visto El ala oeste de la Casa Blanca o, citemos otra vez, The Newsroom, lo podrá comprobar. Por cierto, también es el guionista de La red social, que narra la historia de otro visionario, Mark Zuckerberg, creador de Facebook. Sorkin dota a sus personajes de una agilidad verbal endiablada, pero con el paso de los minutos la aparente frescura se resiente de una cierta artificiosidad.
Hoy Apple es la estrella de Wall Street, pero el imperio se tambalea acuciado por los problemas económicos de China. Se supone que este año la empresa superará los mil millones de terminales iPhone vendidos, pero desde que comenzó la crisis del gigante asiático su valor en bolsa ha caído en 220.000 millones de dólares, aunque siga siendo de largo la número uno del mundo. Crisis en Apple y esta vez sin poder recuperar a Jobs, que levantó a la empresa de su caída anterior. Su director ejecutivo, Tim Cook, quizá haya sacado algo en claro de la cinta de Boyle. Necesita otro visionario. ¿Estará buscando en los garajes de California?
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