“Todo el mundo me conoce ahora”. Canta David Bowie en su último disco. Un vídeo perturbador, el artista con los ojos vendados tumbado en una cama combinado con primeros planos de su rostro envejecido, aún bello, pero cargado de años y de enfermedad, como sabemos ahora. El disco Blackstar lleva un puñado de días en el mercado y ya suena a clásico, a disco póstumo al que el fallecimiento de Bowie obliga a dar otra interpretación. Al igual que el penúltimo, The Next Day, con otro inquietante vídeo de presentación con la canción What are we now?, que ya obligó a trabajar a destajo a los exégetas del cantante. Poco antes de que éste viese la luz unas fotografías de Bowie demacrado en Nueva York habían sembrado la alarma. Pero aún quedaban balas en el cargador, dos joyas después de años de discos fallidos, muy lejos de aquellos años 70.
Bowie apareció a finales de los sesenta y metió el rock’n’roll en la ciencia ficción. No era sólo la angustiosa llamada del control de tierra al mayor Tom de Space Oddity con la que hacía honores a la era espacial que daba ese gran paso para la humanidad en la luna y con el que coincidió en el tiempo su segundo disco. El aspecto de Bowie, sus trajes imposibles, su maquillaje andrógino, las melodías pop, las historias alucinadas, todo proponía un avance descomunal sobre lo que hasta el momento suponía la música.
Entraban los años setenta y a partir de ahí llegó la alucinante historia de Ziggy Stardust, toda una visión del rock travestido de extraterrestre que anuncia el fin del mundo en cinco años y propone una mesiánica salvación fagocitada por el propio personaje y un apocalíptico panorama. De este disco procede Starman, quizá la canción que mejor refleja el universo del cantante por temática y melodía y por la popularidad con la que aún cuenta. Por aquellos años, Bowie proyectó el rock hacia lugares desconocidos y lo introdujo por los caminos donde sólo los genios son capaces de llegar, más en una época en los que tras los fallecimientos en serie de algunos de los más grandes (Hendrix, Jones, Morrison, Joplin) esta música parecía entrar en un callejón sin salida.
Los setenta fueron la década de su esplendor. Bowie inventaba encuentros con personajes memorables como en The man who sold the world; escribía la impactante y hermosa Heroes; producía uno de los mejores discos del siglo XX, Transfomer de Lou Reed; y lanzaba una carrera como actor en el cine con la que ya había tenido algunos devaneos pero que despegó en el género, como no, de la ciencia ficción con El hombre que vino de las estrellas (1976). La suerte fue dispar y como actor tampoco pasará a la Historia del Cine pese a meritorios papeles sobre todo en Feliz Navidad, Mr. Lawrence y El ansia, las dos de 1983. Su música entró en una suerte de recorrido por estilos que le llevaba a navegar desde el glam, al rock más tradicional o al underground electrónico berlinés; a juguetear con su bisexualidad cuanto era tabú, a negarla cuando ya no lo era. Había nacido el mito del camaleón.
El paso de década no fue muy fructífera para Bowie, que como tantos grandes artistas de su época sufrió el terremoto ferozmente iconoclasta del punk y la revisión que este movimiento provocó, pese a que sus actitudes se basaran en parte en las transgresiones morales y artísticas del cantante. En los primeros 80 publicó Let’s dance, que lo encumbró a las listas pese a no ser ni de lejos uno de sus mejores trabajos. Se lanzaron otros discos, como el mediocre Tonight y antes se sirvió de su fama y de algunos de sus grandes colegas para sacar sencillos con tan poco interés como Under preasure, un dueto con Freddy Mercury, o el aún peor Dancing in the street, con Mick Jagger.
Luego se movió, como arrepentido por venderse al demoníaco mercado, entre los extremos, del ecléctico vanguardismo de los discos con los que llegó al fin de siglo, algunos deslumbrantes, hasta ese experimento de rock duro que fue la banda Tin Machine, una rareza pero que también le sirvió para dar pistas sobre el futuro que ya se acercaba con el desaliñado grunge.
Luego el silencio. Hasta que llegaron aquellas fotos en nueva York y luego sus dos últimos discos, dos obras maestras de un genio crepuscular a las que hoy nos afanamos en escuchar para descubrir la voz desgarradora del hombre de las estrellas a punto de partir en su viaje de vuelta. “Look up here, I’m in heaven”, canta Bowie en Lazarus, su último vídeo.
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