Con un lenguaje poco habitual, no apto para todos los públicos (no por su contenido sino por su forma), la pieza de la compañía del Señor Smith Other va dejándose querer. Al inicio, aparece Michael Carter, un australiano de casi dos metros, frío, y titubeas dudando sobre si abrirle las puertas de tu mundo o no. Se presenta con voz dulce: “Hola, me llamo Michael Carter” y empiezas a conocerle un poquito, te cuenta cosas muy íntimas (como las cicatrices que tiene su piel, las piernas largas que heredó de su abuelo o el nombre del primer chico del que se enamoró en el colegio) y entonces empieza a caerte simpático, comienzas a empatizar con él, te roba alguna carcajada y al final, después de una hora oyéndole, te das cuenta de que ese hombretón de ojos achinados con cara de ingenuo ha conseguido que te abras a la extraña propuesta e incluso que te identifiques con él en muchos aspectos.
Más que un lenguaje no apto para cualquier espectador, lo realmente peculiar es el concepto. Por lo general, no estamos acostumbrados al teatro contemporáneo y cuando texto, danza y música se unen para dar forma a un espectáculo no todo el mundo es capaz de seguir el hilo. En este caso, Other lo pone realmente fácil, no solo facilita su comprensión, sino que, además, es un auténtico gustazo ver bailar a Michael Carter a menos de un metro. Ver el esfuerzo en su sudor, observar cómo se tensan sus músculos no tiene precio. Él en sí mismo es puro espectáculo.
El texto, autobiográfico, aunque escrito por el director Pedro Casas, fluye muy bien, suena muy real incluso con ese exótico acento que le imprime el australiano y es muy orgánico al hacerlo con esa naturalidad e ingenuidad propias de Carter, muy características también del autor.
Con una escenografía repleta de simbología, Other se presenta como una pieza distinta, un ejercicio de honestidad cargado de poesía y belleza en directo. Michael Carter hace un verdadero striptease en el que se va desprendiendo de capas de piel al son de una música exquisitamente efectista, acompañándolo con unos fascinantes movimientos que convierten su cuerpo en un personaje más con vida propia.
El origen, la inmutabilidad de nuestra herencia genética, las huellas que deja en nosotros la educación recibida, la convivencia de nuestro hogar, el peso de nuestras raíces, de nuestras casas, que nos persiguen eternamente y en cualquier lugar, la identidad o la búsqueda permanente de otro yo son algunos de los conceptos de los que habla esta poética pieza en la que se mezclan las proyecciones audiovisuales, la danza contemporánea, la palabra, el sudor, la rabia, la ingenuidad y la búsqueda con mucha sensibilidad. Aún se puede ver en el Espacio Labruc (Madrid, calle La Palma, 18), un lugar también muy íntimo y personal.
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