Un buen día, al escritor y guionista Cristóbal Ruiz la literatura se le apareció, como si solo allí se desmadrasen las musas, cuando bajaba por Mesón de Paredes. En aquel trocito de Madrid se quedó, para siempre, este malagueño que salió de La Cala de Mijas para estudiar Periodismo allende Despeñaperros. Desde entonces, con la friolera de tres décadas y pico de por medio, ha respirado la atmósfera única de Lavapiés. Su barrio se ha convertido en el aliado desde el que ha desplegado una carrera que, en la televisión y en el cine, ha tenido como compañeros de viaje a Pepe Navarro, Cruz y Raya o Javier Fesser. También ha trabajado para series tan recordadas como La casa de los líos o Manos a la obra. Y, en 2015, obtuvo el Premio Goya al Mejor Guión Adaptado por Mortadelo y Filemón contra Jimmy el Cachondo. Además, ha sido reconocido con la Medalla del Círculo de Escritores Cinematográficos y con el título de Hijo Predilecto de Mijas. Es, por tanto, un cotizado guionista que convive con el novelista vocacional que también es. Su primera novela, El loco Wonder, la publicó la editorial Espasa-Calpe en 1999 y fue muy bien recibida por la crítica y los lectores. Luego, han visto la luz otro par de ellas. La última, recién llegada a las librerías con el sello de la editorial malagueña EDA Libros, es Hola, Melón (El grifo del Rompeolas). Por sus páginas, corre la genética real de Lavapiés. Ni más, ni menos.
Improvise un autorretrato de su propia novela. ¿Cómo definiría el padre de la criatura a Hola, Melón (El grifo del Rompeolas)?
No es fácil, pero lo voy a intentar. Digo lo del autorretrato. La foto. Me niego a decir “selfie”. Ya lo he dicho. Joder. Y también se va a notar que no es improvisado. A ver… Antes las fotos se revelaban. Ahora ya casi ninguna, salvo los profesionales. Pero imaginemos que hemos evolucionado tanto que hoy en día pudiéramos revelar los sueños. Que uno pueda ir a revelar el sueño que acaba de tener a un local y que el dependiente de la tienda de “revelado de sueños” lo que hace es darte un bolígrafo y un taco de folios en el mostrador porque esa es la tecnología “punta” que hay y el progreso real es una vuelta a la artesanía… El hombre te acompaña muy amable a tu casa (caramba, una buhardilla en Lavapiés), espera pacientemente nueve años a que reveles tu sueño folio a folio y luego lo publica. Lo “revela” físicamente. Ese dependiente no fue Francisco Torres, mi editor, pero casi. Evidentemente, la novela tampoco fue una revelación ni un sueño, pero sí es un sedimento, una decantación, y las libretas que siempre llevo encima sí que entraron de repente un día en la sala de edición de mi escritorio y se fueron montando una a una hasta componer la historia coral de “Hola, Melón”.
¿Y qué hay detrás de esa historia coral? ¿Dónde encuentra la materia prima?
La sala de revelado -o como quiera que se llame eso- de muchas horas de calle, de plaza, de parques y de bares con paisanos, abuelos, niños, delincuentes, policía y “multiculturalismo”… Muchas noches de jarana, de confesiones, de psicodramas y de sicofonías en cubata y muchas mañanas de despertar pensando que lo de la noche anterior había sido un sueño y no: realmente te contaron un plan desquiciado para robar un chalet en las afueras, le escondiste la placa a un policía gilipollas de paisano, te explicaron cómo se hace una mudanza en cubos de basura de comunidad, cómo se fabrica una navaja con una colilla de cigarro o con un cepillo de dientes, un quinqui más chulo que un ocho y borracho de acostarse aprovechó un despiste de la madera para darse una vuelta a la manzana en su coche zeta sacando la mano por la ventanilla y saludando a todos los colegas en la puerta de los bares (para que cuando subáis a notificar las citaciones de los juzgados no dejéis el coche solito) y también te contaron realmente en qué parte de cierto pantano de San Juan hubo un mierda que fue a bañarse con un tiro recién pegado en la boca, justo en la boca, por chota, y te va a dar lo mismo que se lo cuentes a ningún policía o que lo escribas en ninguna parte porque hace tiempo que se lo comieron los lucios y escupieron luego la bala como un hueso de aceituna. Cristóbal, y ya te vale… Eso es “Hola Melón” y eso es lo que quería contar. Ese sedimento de una vida en Lavapiés… Y que no pareciera verdad, por supuesto.
¿Tiene, entonces, su punto de realismo mágico?
Eso es. El realismo de un barrio que pareciera de mentira, como en un sueño delirante de Galdós, salvando la distancia infinita y perdón que lo cite, maestro… Camareros, periodistas, timadores, tironeros, peristas, falsificadores, camellos, niños de acogida, viudas, peluqueras, soldados, emigrantes de todos los colores, Orishas, secretas, nacionales, municipales, agentes de proximidad, asociaciones culturales, batucadas, especulación inmobiliaria, corrupción política, sicarios colombianos, un grifo de caña que da suerte… Y que pareciera una historia inventada, insisto. Ficción. Con permiso de García Márquez y Macondo, otro maestro en alucinaciones, costumbrismo mágico, si cabe. Algo inverosímil, pero sin dejar de ser castizo y por completo alucinante… Entre El Señor de los Anillos y La Verbena de la Paloma, como figura en la contraportada. Costumbrismo mágico, pero sin rimbombancia. Un milagro, pero de calle.
¿Llega a ser un territorio como Lavapiés un personaje más o incluso el gran protagonista del libro?
Una noche de madrugada, de vuelta a casa, algo achispado, lo reconozco, y también cantando, lo reconozco, de repente me vi flanqueado por dos pintas (con pintas de marroquíes, pudiera ser) y los tres solitos en la calle como tres buenos amigos sin dejar de caminar, qué salaos los tres, y qué bien compenetrados ellos dos, los chorizos. Iban a atracarme, claro, por no decir que ya me estaban atracando aunque sin enseñarme la navaja todavía o lo que llevaran. Caminaban pegaditos al borracho que seguro les iba a dar sus billetes tan generosamente y sin peligro alguno de que se defendiera ni medianamente con la tajada que llevaba… Pues bien, recuerdo que en un momento dado les digo tranquilamente, simpáticamente, que era del barrio, que volvía a casa y que la “ley” era que la gente del barrio no robaba a la gente del barrio, por si tenía que recordárselo o por si acababan de llegar de Marruecos y no conocían la cláusula. Y ellos venga risas, lo aseguro, “nosotros sí somos del barrio” y yo también, pero vuestras caras no me suenan, y me da por reírme con ellos, qué cosas, no me han atracado nunca y me tiene que pasar borrachito como una lagartija, qué tontería, y venga más risas hasta que llegamos a mi “supuesto” portal, los tres muy juntitos por si me escapaba. El 49 de la misma calle Lavapiés. Mi casa. Si es tu casa, saca las llaves, entonces. Cómo no, otra cosa es que atine con la cerradura. Así que saco las llaves con mucha calma, atino de pura suerte, ven que abre fácilmente y se van. Me dejaron. O así fue en el recuerdo, porque a la mañana siguiente me desperté sobresaltado como un loco en mi buhardilla y todo seguía en su sitio: la tele, el ordenador, el equipo de música, las monedas sueltas en el poyete… La puerta cerradita con cerrojo y un sol espléndido luciendo en las ventanas. Los moros se fueron cuando se cercioraron de que “yo era del barrio” ahí abajo, como les dije. No nos sonábamos, que Lavapiés es muy grande cuando quiere, así que los tres solitos en la noche frente al portal de mi supuesta casa y cada uno en su papel: un borracho entrando en su portal y dos atracadores largándose por ley. Eso es Lavapiés. ¿Podían haberme atracado como han atracado a tantos? Pues sí. A algunos amigos del barrio los han atracado delincuentes del barrio y no respetaron la “ley”, como también le pasa a un personaje de la novela. Pero eso también es Lavapiés. ¿Si es un personaje Lavapiés? ¿Si es el protagonista del libro? Perfectamente podría ser el protagonista coral de la novela, por supuesto, pero ya lo son sus personajes por separado, uno a uno. Ni que decir tiene que muchos de ellos existieron realmente, con más o menos literatura, mea culpa, e incluso siguen existiendo aunque no con esos nombres, claro está.
¿Qué dimensión adquiere en sus páginas un fenómeno como el de la emigración, de vuelta en estos tiempos a los altares del candelero?
Los que son de Madrid-Madrid en Lavapiés podrían contarse con los dedos de una mano. Es decir, de padres, abuelos, bisabuelos y tatarabuelos madrileños… A lo mejor Aurelia, la hija de la churrera del Jesusín, un bar de toda la vida ya desaparecido, como tantos, y la Aurelia parece de Cádiz, así que… Lavapiés es un barrio de cien mil castas y a lo mejor le viene por ahí lo de “castizo”, que creo que no. Esto está lleno de gallegos, andaluces, extremeños, manchegos… Y luego diez o doce países entremezclados tan ricamente: Senegal, Costa de Marfil, Mali, Camerún, Marruecos, Egipto, Bangladesh, India, Pakistán, Perú, Bolivia, Ecuador, Chile, China… Hablar de la “emigración” en Lavapiés es llevar uvas de merienda a la vendimia. No es necesario. No hay conflicto. Porque es una población integrada, a gusto y cada uno va a lo suyo salvo cuando hay que juntarse para algo y se hace con la mayor normalidad. Cuando corren a un mantero hasta matarlo nos jodemos todos y cuando sale una obra o una ñapa de pintura nos alegramos todos, no sé si me explico. Entre los náufragos nacionales y los náufragos de fuera, aquí hay sitio para todos. Qué más da que vengan de Marruecos, de China, de Senegal, de Bangladesh o del Barco de Ávila. Todos son bienvenidos, que no vienen a robar, sino a buscarse la vida, si es posible trabajando. ¿O nos hemos pasado ochocientos años conviviendo con media África en balde? ¿Por qué no podemos dejarles hacer una mezquita? En Córdoba les dejaron y mira qué preciosidad.
¿Qué papel juega, en contraste con Lavapiés, el resto de la ciudad? ¿Qué es ese Rompeolas machadiano de las Españas llamado Madrid a los ojos de su corte de personajes: un contrapunto, un espejismo, un continente inevitable?
La imagen que me viene a bote pronto es maternal y hasta cursi. Lavapiés es como un líquido amniótico. Te protege. Hay gente del barrio que cuando tiene que hacer una gestión “fuera” lo dejan avisado. A Montalbán, a Guzmán el Bueno, al 12 de octubre… Salen fuera y te lo notifican. Que se sepa que han salido. No sea que no vuelvan y nadie sepa por dónde se han perdido. Y cuando no se avisa, malo. Han vuelto al pueblo, han muerto, o están “en el colegio”, es decir, pagando: han caído presos. La otra forma natural de salir del barrio suele ser el metro línea 3, si tienes curro fuera, que eso no es salir; en el 27, el puente aéreo entre el barrio y los Juzgados de Plaza Castilla, en la trasera de un zeta o en la trasera de una ambulancia y se va a la Concha (la Clínica de la Concepción, la Jiménez Díaz o el San Carlos, todo es “la Concha”), pero eso tampoco es exactamente “salir”, que en ese hospital hay una población flotante de Lavapiés más o menos permanente. En invierno más, en verano menos. Yo mismo he ido con mucha frecuencia a llevar tebeos y crucigramas y de un día para otro ya se los estaban intercambiando entre las habitaciones porque se conocían todos del barrio, claro. Otros les llevan droga a los colegas con la misma naturalidad con que yo les llevo un Mortadelo, pero esa es otra historia. Después del último muerto en la Concha me impuse la obligación de no volver… Y Madrid no está por contraste, ni mucho menos. Dentro del barrio, Madrid está presente únicamente en abstracto, creo, casi como Dacca para los banglis o Rabat para los marroquíes, y no estoy exagerando. Una sensación así no creo que la tengan en Malasaña o Chamberí, por ejemplo. Ni qué decir del barrio de Salamanca porque ellos sí son Madrid. Mira, en Lavapiés todavía se distingue la zona roja de la zona nacional. Incluso me he encontrado con algún abuelo para el que la Ciudad Universitaria es primero un frente de combate antes que un campus porque su padre murió allí peleando contra los fascistas. Por otra parte, cuando alguien tiene que irse del barrio por cualquier motivo, a Vallecas o a Fuenlabrada, que están los alquileres más baratos y esa es otra con la mierda de la “gentrificación”, lo oculta o se va en secreto. Les da como vergüenza. O no se lo dicen a cualquiera. Irse de Lavapiés es una tragedia, pero volver al barrio, aunque se haya estado un par de horas paseando por el Paseo del Prado, por la Gran Vía o en la Puerta del Sol, a diez minutos andando, es un alivio. Me estaré haciendo mayor, pero yo mismo lo he sentido. Y lo sigo sintiendo. Ya venga de Antequera en el AVE o de comerme una tortilla a la brava en el Callejón del Gato, que tampoco está tan lejos. ¿Que no se entiende? Por eso hay que vivirlo.
Ciertas realidades y tanta crudeza solo se hacen soportables con sentido del humor. ¿Responde su forma de escribir y de contar tantas vidas en un solo libro a esta máxima?
Por supuesto. La tristeza nunca es voluntaria y allá cada cual con la pena que le toque soportar en cada momento porque es una contingencia, pero la seriedad sí es voluntaria. Y es una actitud en la vida, lo mismo que la honestidad o la tacañería, por ejemplo. Tú eliges esa brida. Ser un tío serio. Estar siempre serio. No robar. No mentir. No invitar a cañas. Yo veo a un tío pedirle seriamente a un camarero “una ración de callos, por favor” y me parto de risa. Y a lo mejor en su cara, que se lo merece. Porque me parece una falta de respeto para los callos pedirlos seriamente o algo así. Sin alegría. Sin vitalismo. Sin optimismo. Sin placer, no vayan a saber estos señores que me gustan mucho los callos a la madrileña y que disfruto una barbaridad con su picantito. Por eso la risa tampoco es voluntaria ni una contingencia: la risa es necesaria y punto. Para pedir unos callos, para sobrellevar el hambre, para enterrar a un amigo o para devolverle al cartero el sobre certificado y a mí no me has visto, guapetona, que es un apremio de pago, fijo, y que no te firmo y no te firmo, la risa es la vida. Y Lavapiés está vivo de cojones. No puedes contar Lavapiés sin la risa. Sin su risa.
Es de Málaga, tan de la Cala de Mijas que hasta su municipio natal lo ha hecho Hijo Predilecto… ¿Hasta qué punto está presente en esta novela esa dicotomía Málaga-Madrid, pueblo con mar versus capital del reino, que atraviesa su propia biografía?
Prácticamente desde que llegué a Madrid en 1985. Dejé La Cala y dejé Málaga para venirme a Madrid a acabar Filosofía sin curas ni Opus Dei y acabé con un título de Periodismo, una tesis demencial sobre Onetti que nunca terminaré y jugando en el club de ajedrez del barrio, La Corrala de Lavapiés. Dos años en el San Juan Evangelista y esa mañana que nunca olvidaré en que bajé Mesón de Paredes buscando un piso para alquilar. Fue como un hechizo fulminante. Allí estaba la vida, la literatura, la bohemia. No me vino a la cabeza Galdós ni Valle Inclán, sino Miller, Cortázar, Bryce Echenique. Lavapiés fue para mí el París de los escritores y de los artistas. Y te aseguro que en todos estos años apenas me he cruzado con un escritor “de Lavapiés”. Con algún escritor “turista” sí, como Juan Madrid o Manuel Vicent. Bueno, el otro día me crucé por el barrio con Ian Gibson. Ese tío, probablemente, es el escritor más famoso de Lavapiés. Y artistas también, pero no sólo pintores o escultores, que los hay, artistas de lo suyo: albañiles furtivos, pintores secretos de brocha gorda, electricistas emboscados. Todos en los bares y ninguno trabajando, eso sí. Y, por otra parte, hablando de La Cala, si yo me hubiera criado desde pequeño en Lavapiés y a los veinte años hubiera bajado por primera vez a la playa de La Cala una mañana… creo que la sensación habría sido parecida a la de bajar Mesón de Paredes desde Tirso de Molina. Ese hechizo y esas ganas de vivir ahí. Alicia, mi mujer, la tuvo la primera vez que la llevé a Mijas y fue el mayor cumplido que me ha hecho. Olé el buen gusto. Que me nombraran “Hijo Predilecto” de mi pueblo todavía me parece un sueño. Me pongo colorado solo de pensarlo. Mira que me invitan a eventos y actos y nunca puedo bajar a cumplir por culpa del trabajo. Ahora que viajo todas las semanas a Antequera a ver si en una de estas coincide y resarzo un poco, que parezco un descastado.
Estamos en tiempos de premios Goya. En 2015, logró el cabezón al Mejor Guión Adaptado por Mortadelo y Filemón contra Jimmy el Cachondo y, precisamente, se lo dedicó a la gente de La Cala de Mijas y Lavapiés. ¿Qué recuerdos le trae aquello? ¿Cambió algo en su vida gracias al Don Paco del cine patrio?
Una noche brutal de emociones y mucha alegría. Recuerdo, sobre todo, hablar a gritos con mis padres y mi hermana en Málaga desde aquella sala donde estábamos todos los pingüinos premiados y yo con mi esmoquin alquilado, aquel jaleo con tanta gente famosa haciendo lo mismo que yo, que todos tenemos padres… Fue muy emocionante y muy divertido. Y sí, dediqué el Goya a La Cala de Mijas y a Lavapiés, pero lo único que llevaba mínimamente en la cabeza si nos daban el premio (a mí me parecía imposible: ¡a una peli de dibujos animados!) era la imagen de mis padres mirando la tele en ese momento y agradecerle al maestro Ibáñez que nos hubiera dejado jugar con sus juguetes, esa frase literal porque era un guión adaptado con sus personajes. Luego te ves allí arriba mirando al frente, con aquello tan gordo en las manos y se ve que la naturaleza fluye y uno es agradecido y bien nacido, y te acuerdas de La Cala y te acuerdas de Lavapiés y hasta me acordé de Alicia, mi mujer, porque te juro que cuando volví a encontrarme con ella en el patio de butacas le pregunté aterrorizado qué había dicho. Esa nube en la que te ponen a veces las circunstancias te digo yo que también te deja sordo. Y, bueno, el Goya estuvo muy bien y está muy bien, por supuesto. Es currículum y ayuda, claro. Más de una locura de tratamiento ha tenido un visto bueno casi inmediato estos años que sin el Goya (ese aval) quizá no lo hubiera tenido. Creo que mi lema de que “el folio se defiende solo” sigue siendo válido, pero si le pones un cabezón encima, mejor. A Don Francisco lo paseé al día siguiente y durante toda la semana por todos los bares y los locales amigos de Lavapiés, y la gente se hizo fotos con él tan pancha. Ahora lo tiene mi madre en La Cala en la mesita baja del salón con las fotos de toda la familia y es un fenómeno el tío entre mis sobrinas y mis primos.
Asegura el mismísimo Javier Fesser que «al delicioso y siempre divertidísimo surrealismo de Cristóbal Ruiz le pasa como al oro, que es difícil ponerle precio». Ese comentario merece una respuesta. ¿Qué le diría a su compañero y, a veces, jefe para completar su frase?
Ja, ja, ja… Javi es el tío más generoso del mundo. Le pedí una frase para la faja de la novela y se volvió loco. Por cierto, el Goya por “Mortadelo…” es suyo más que en una “tercera parte”. Escribimos la película los tres (con Claro García, Clarito para los amigos, un escritor deslumbrante), pero el que se tiró dos años montándola y dirigiendo al equipo de animación de Ilion fue él. Prodigioso. Si como director es absolutamente genial (¿qué otro director español podría haber dirigido “Campeones” con esa ternura?), no habéis visto montando a Javier Fesser. Es único. Probablemente el mejor montador de España, por no hablar de más continentes. Y en lo que respecta al “precio”, mejor volvamos a Machado y a Mairena y aquello suyo de que solo los necios confunden el valor con el precio. Lo que es de verdad inapreciable es la amistad de Javi y me siento muy orgulloso de ella. Su hija Claudia ha comido en mi casa y en cierta ocasión en que Javi vino al barrio en moto hubo que decirle a alguno de confianza que corriera la voz de que “esa moto se respetaba” para que no hubiera confusiones. Si alguien me propusiera hacer una película con “Hola, Melón”, yo podría escribir su adaptación al cine, de acuerdo, pero pelearía hasta la muerte para que su director fuera Javier Fesser. Bueno, y en la voz en off de la radio pirata, Radio Amparo – La Tiza de Aire, Clarito García, que es de León y ha trabajado con Gomaespuma. Eso ya sería “la fin”.
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