La transversalidad genérica es el deporte favorito de Nacho Vigalondo. El director cántabro ha explorado en multitud de ocasiones el poder metafórico de los cánones de género, cuando no directamente de la mitología cinematográfica, para trasponerlos a la dimensión íntima de las relaciones humanas, a veces con más acierto que otras, pero siempre con una intención inquebrantable. Ahí tenemos su puesta de largo en el mundo del cortometraje, 7:35 de la mañana (2003) un musical con un giro trágico que pilla a cualquier espectador a contrapié, o Extraterrestre (2011), película cuyo título explícito nunca nos llevaría a pensar que serviría de trasfondo para una historia de amor; por no hablar de sus piezas para televisión para La Hora Chanante y Muchachada Nui.
En Colossal (id., 2016), Vigalondo vuelve a pisar este terreno, pero la diferencia aquí radica en que nunca ha dispuesto de más medios para llevar a cabo la idea más loca de cuantas se le han ocurrido. En una suerte de revisión espiritual de Código 7 (uno de sus desternillantes cortometrajes de su juventud), en Colossal vuelve a contraponerse la dimensión fantástica que da nombre a la película con el entorno de andar por casa, el hastío de la rutina y el horizonte infértil de lo ni-ni. Como en todas sus anteriores películas, nos propone otro ejercicio de suspensión de incredulidad extremo y aunque aquí la excusa está más desnuda que nunca, el funambulista suda, pero no duda. Vigalondo tienta al espectador más crédulo a dejarse llevar por su enésima propuesta de deconstrucción de género y le invita a no cuestionar.
Y por ello, cuando la trama minimalista se resiste a sucumbir al universo colosal, la historia gana en riqueza metafórica y la chifladura sienta cátedra. Sin embargo, Vigalondo, como ya pasara en Open Windows (2014) o la ya citada Extraterrestre, aquí adolece de nuevo de cierta arritmia en un segundo acto que dedica a explicar, explicitar y justificar, escenas made in Vigalondo mediante, como aquella que remite al mencionado 7:35 de la mañana o a sus sketches más chanantes. Pero, ¿por qué me resulta menos creíble el giro en la actitud del protagonista masculino que el hecho de que unos bichos gigantes estén destrozando Seúl? ¿Por qué aquí me importa menos que nunca que se explique el mcguffin más inverosímil que he visto en una pantalla en los últimos años?
Quizá por esa prudente costumbre de subrayar, de justificar en este caso el nexo de unión sentimental imposible de un tipo pueblerino de moral cada vez más cuestionable con la protagonista de la película, Anne Hathaway, actriz cuyo mérito por aceptar este salto al vacío es solo equiparable a la entereza de su personaje por hacer justicia en el espectacular, visual y metafóricamente hablando, tramo final de la película. Es aquí cuando Vigalondo deslumbra y separa espaldas de asientos porque concentra en un único momento la transversalidad de género, la fantasía que convive con el ser anodino calentando café en la cocina, la psicología de la destrucción, la rotura del género que antes era chiste y ahora traspasa la condición humana y la humanidad entera. Y es aquí donde el espectador que ya claudicó siente la plenitud gozosa ante la enésima pirueta y cae en el hechizo de la magia, consciente sin embargo de que toda ella se debe genialmente a una historia de siempre, pero contada como nunca.
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