No es una película sobre la homosexualidad, tampoco sobre la pederastia (como tan fácilmente se puede leer en algún artículo en los días que ahora corren), Call Me By Your Name (Luca Guadagnino, 2017) es una HISTORIA DE AMOR con mayúsculas. Es el descubrimiento de la sexualidad propia y ajena, es el insaciable deseo sexual que despierta la adolescencia, es acurrucarse bajo el brazo de otro, es acariciar el pelo alborotándolo, es enamorarte perdidamente de alguien, es no saber qué te está pasando, es descubrir, es confusión, es sufrimiento, es la marca que deja el primer amor para siempre, es su intensidad en un abrazo, es su anhelo en el roce de unos labios, es erotismo, es dolor sosteniendo un teléfono mientras al otro lado suena un “te echo de menos, lo recuerdo todo”.
Luca Guadagnino hace una verdadera ingeniería, consigue dejar en el espectador un poso de tristeza, de añoranza e incluso de provocar una imparable llorera al final de su cinta, sin mostrar durante ella el más mínimo detalle de melancolía o nostalgia. Los 132 minutos de metraje de la película transcurren entre baños en ríos de aguas transparentes, bailes a la luz de la luna con el sonido más indie de los 80, ricos desayunos al sol con huevos pasados por agua y zumos de naranja, atléticos torsos desnudos tumbados sobre la hierba, olor a albaricoque y melocotón, literatura al borde de una piscina, guapas parisinas viendo jugar al voleibol, música al piano durante una tarde de tormenta de verano, una casa llena de libros, padres que quieren y comprenden a su hijo, un hijo que se acurruca en el regazo de su madre mientras lee una historia, estilismos de lo más ochenteros recorriendo en bici un carismático pueblo italiano, orgasmos primerizos bajo el rocío de un mes de agosto, besos a escondidas por las calles de una ciudad cualquiera. La dolce vita de una familia culta durante un placentero verano en su casa del norte de Italia, ese es el marco en el que transcurre una de las historias de amor más bellas contadas en el cine.
Lo suficientemente larga y bien narrada como para que el espectador se adentre en las entrañas de su protagonista, Elio -un adolescente de 17 años-, en su intelectual y liberal familia, en su rutina de meses sabáticos que transcurren entre lecturas y música, en su deseo incapaz de confesar, en sus tímidas miradas, en su necesidad imperiosa de hablar, en su valiente confesión, en su atrevimiento para dejarse llevar, en sus miedos, en las confusas señales que recibe, en su mirada perdida por el rechazo, en las horas a solas en su habitación con su decepción, en el fuerte raudal que recorre el interior de su cuerpo, en el terremoto que desestabiliza su acostumbrada rutina, en el temblor de su voz al corroborar que es correspondido, en sus mariposas en el estómago mientras no deja de comprobar el reloj que cuenta las horas que quedan para el encuentro, en su pelo alborotado por las caricias, en sus saltos de alegría, en su desgarbada forma de moverse, en lo reconfortante que es sentir el abrazo del ser querido, en ese cosquilleo que sube por el dedo meñique del pie hasta la oreja cuando rozas la piel desnuda tantas veces soñada.
Hay directores que consiguen que, además de ver, el espectador experimente la película. Me ocurrió con La vida de Adèle y, probablemente, con algunas otras, y me ha vuelto a pasar desde el minuto uno con Call Me By Your Name. No hace muchas horas que la vi, pero no paran de venir a mi memoria escenas de ella una y otra vez, como si del recuerdo de una experiencia propia se tratase. Los personajes terminan resultando familiares, incluso el espectador obtiene la capacidad de traspasar la pantalla y convertirse en uno de ellos. Es una de las habilidades más apreciables de un director, que, además de ser creador de historias, de estéticas, de mundos, también sea rescatador de sensaciones propias que sean capaces de conducir al espectador a momentos concretos de su propia vida extrayendo esencias olvidadas.
No quiero hacer spoiler pero el final de la película contiene uno de los mejores diálogos del cine y uno de esos textos que se quedan grabados para siempre. De difícil digestión, por todo lo que se dice, por la facilidad y sencillez con que se dice y por la escena tan real y potente que sucede posteriormente. Si algo saqué en claro al finalizarla fue lo mucho que me alegro de haber vivido y vivir siempre acorde con lo que siento aquí dentro y no en base a lo que hay ahí fuera.
Increíbles actores, con una química desbordante entre Timothée Chalamet y Armie Hammer, una banda sonora de esas que no se puede parar de escuchar durante los meses siguientes (encabezada por Sufjan Stevens) y con una estética inmejorable de ese verano de 1983 en el que transcurre esta historia, basada en la novela homónima de André Aciman (2017).
No es casualidad que esta joya esté nominada a los Oscar por mejor película, mejor actor (Timothée Chalamet), mejor guión (de James Ivory) y mejor canción (The mistery of love, de Sufjan Stevens).
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