Durante el año 2008 formé parte de un comité de selección editorial con algo de fantasmagórico. No sé cómo seguirá hoy, si es que sigue. El sello, Ediciones Trashumantes, no tenía nada de fantasmal, tampoco su promotor, David Moreno, a pesar de que no lo haya vuelto a ver en carne y hueso desde entonces. Lo curiosamente fantasmagórico lo conformábamos el grupo de aquel comité de selección pues su director había dispuesto que ninguno de nosotros supiera quiénes eran el resto de miembros. Como nunca pregunté, todavía hoy desconozco a los componentes del grupo. En una vuelta de tuerca marxista, parodiando a Groucho, cabría formular: Forma únicamente parte de clubes a cuyos socios desconozcas. Diría que algo de aquel fantasma también me tiene aquí hoy. De todos los manuscritos que fueron llegando para valorar la posibilidad de publicación solo en uno comulgamos: Los deseos en Amherst, de Angélica Liddell.
En la madrugada del 7 de junio de 2019, tras ver torear a Diego Urdiales en Madrid, en Las Ventas del Espíritu Santo, durante la feria de san Isidro, tomé un vuelo a Marsella. En aquel avión viajaba también el matador Antonio Ferrera, del que me llamó la atención, al bajarme del autobús con alas que fletaba Vueling, al caminar a su lado en la salida del aeropuerto, reconocer en un hombre que había conmocionado a la plaza madrileña, unos días antes, con su torería veneciana, carnavalesca una extraña juventud. Pensé que torear, que sacrificar toros rejuvenece, tersa, regenera.
Tras completar un día entero en Marsella, pateando la parte oscura de la ciudad de cabo a rabo, la que oculta la lumínica versión de su puerto viejo, hasta que no me aguantaron ya las piernas (con las que no se torea pues “el toreo es un ejercicio espiritual”) me fui a dormir, a descansar bien, ya que habría de tomar un autobús temprano, a la mañana siguiente, de camino a Nimes, donde actuaba de nuevo Diego Urdiales. Hacía años que había iniciado la aventura de escribir un libro que tenía al matador como centro y origen. En aquellos días estaba armando la novela que la editorial Los aciertos publicó en el verano de 2020: Los amigos. Allí, el narrador, persigue al torero durante la temporada 2016 por todas las plazas del mundo en las que lidia. Ahora persigo hasta Aviñón a Angélica Liddell.
Angélica Lidell, durante su obra Liebestod
©Christophe Raynaud de Lage / Festival d’Avignon
Aquella mañana, tras patear Nimes de abajo arriba fui a parar al hotel en el que se vestía de luces el diestro. Al llegar, lo encontré en la terraza, departiendo con su apoderado y otras gentes del mundo taurino francés. Cuando el maestro se retiró a su habitación, me topé con uno de sus hermanos, Rubén, quien ejerce de mozo de espadas. Tras los saludos de rigor, me preguntó, algo misterioso, si tenía carné de conducir… Un avión me había trasladado de Madrid a Marsella, un autobús de Marsella a Nimes; ahora, me habían convertido en chófer de la furgoneta que llevaba a Urdiales y a su cuadrilla desde el hotel nimeño al coso romano.
Traigo estas dos pequeñas aventuras librescas aquí porque estoy de nuevo en Francia, donde hace unas jornadas estrenó Liebestod. El olor a sangre no se me quita de los ojos Juan Belmonte la actriz y dramaturga Angélica Liddell, en el Festival de Aviñón. Es una pieza teatral inspirada en el torero Juan Belmonte, a partir de la biografía firmada por Chaves Nogales, con la que la autora ha puesto en pie, de nuevo, a su odiado público. He tratado de citarme con ella a través de un contacto con su director de producción al que escribí un par de correos mostrando mi interés, pero nones, no hubo respuesta. Por lo poco que sabe uno sobre esta mujer, por su desprecio de tantas cosas, por los cinco años que llevaba, hasta la promoción de esta pieza, sin conceder entrevistas, no me sorprendió. De mi vago conocimiento de su obra, prejuicios aparte, podría decir que la Lidell representa mejor que nadie al teatro con mayúsculas pues representa los orígenes del mismo, su raíz; de ahí su radicalidad. Lo primero que querría preguntarle es si, como yo, piensa que todo (Dios, el arte en general, el teatro en particular…) tiene su origen primigenio en la caza. Quiero saber si también ella cree que en la caza está la madre del cordero de lo que somos en esencia, el punto de arranque de la naturaleza homo. Si también ella piensa que fue para cazar y cazar bien, para cazar mejor, por lo que el hombre inventó a los dioses. Y si, además, para cazar y cazar bien, para cazar mejor, inventó el hombre, sin saberlo, el arte. Si es así, querría conocer su opinión acerca de algo que creo ver cada vez con mayor claridad: la guerra es una corrupción de la caza, tanto como la tauromaquia es su sublimación. En una plaza, el torero, convertido al mismo tiempo en presa y cazador, se desempeña igual que en los orígenes de nuestra especie donde aquel hombre expiaba su duelo por el sacrificio de lo que entendía como un hermano, un igual, aquel uro, padre del actual toro de lidia. El hombre (aquel hombre) había de prepararse física y psicológicamente para el rito innato de la caza, como cualquier otro depredador; y también para el ritual (aprendido, inventado) de expiación de la culpa por la muerte de un animal al que considera hermano; al tiempo que celebraba la vida, el alimento, la supervivencia.
El traslado posterior del escenario físico y mental del hecho de la caza a las paredes de las cuevas por medio de la pintura rupestre parece plausible. Pensar que en aquellas iniciales junturas del rito de la caza (innato) y del ritual a propósito del mismo (aprendido), que en aquellas celebraciones trágicas está también el origen postrero del teatro no parece descabellado. Tampoco lo parece que Angélica Liddell sea quien más y mejor lo representa en el actual teatro europeo. Ella conoce y reconoce ahora, poniendo en pie este Liebestod, el origen de su origen; conoce y reconoce a la madre y al padre de los ritos mistéricos del teatro en la tauromaquia: tragedia sobre tragedia. Quizá lo próximo sea trabajar en profundidad la caza, si acaso no lo ha hecho ya. De ahí solo le restará volverse al árbol, representar desde las ramas al protohombre en su versión exclusiva de presa, sin atisbar siquiera su adn cazador, antes de regresar al agua (de la que nunca en realidad nos hemos ido) y de ahí, poco a poco, explosión tras explosión, a la tabla periódica para culminar un día su carrera dramatúrgica interpretando al hidrógeno.
Un momento de Liebestod. ©Christophe Raynaud de Lage / Festival d’Avignon
De haberme encontrado con Angélica le habría preguntado por George Didi-Huberman y su hermosa obra El bailaor de soledades, donde emparenta a Israel Galván con Juan Belmonte y con José Tomás. Querría saber si tiene noticia del modo en que el torero de Galapagar volvió a la vida gracias a la sangre entregada por otro montón de hombres mexicanos, muerto y resucitado tras una cornada en Aguascalientes. Acaso cobraría mayor sentido su entrega a la sangre en escena. Además, querría rememorar su encuentro con Rafael de Paula antes de venirse a Aviñón a estrenar su obra y podría vincularme por un rato con ella relatándole la mañana en la que coincidí con el maestro jerezano en la finca salmantina de su hijo donde Diego Urdiales tentó unas becerras en el año 2018. Le diría que me pareció estar delante de una virgencita con bastón y pelo cano hasta que el vino, a los pocos vasos, nos lo hizo hombre. Indagaría en su libro de poemas Los deseos en Amherst, de cuya publicación soy responsable en alguna medida. ¿Qué queda de aquella poeta? ¿Qué le sirve todavía de entonces y qué no le sirve ya para su actual dramaturgia? Recordaríamos juntos si algunas de las intuiciones de sus orígenes poéticos se han ido cumpliendo. Y si hay modo de emparentar a Juan Belmonte con Emily Dickinson. Y, ya que, como actriz hubo de cubrirse con tantas pieles, le preguntaría cómo es vestirse de luces, aunque no sea para torear. ¿Qué se siente bajo esa piel, bajo esa armadura? Porque me temo que al hablar del traje de luces no podemos hablar de atrezzo. O se torea con él o se torea desnudo, como le gustaba a Belmonte, a la luz de la luna. “Se torea como se es, se torea como se ama”, proclamaba el Pasmo de Triana. ¿Quién eres o qué eres tú cuando interpretas, Angélica? ¿Eres una actriz española? ¿Es española la tauromaquia? ¿Por qué ha arraigado la tauromaquia en lo hispano (y francés) y no en lo anglosajón?
El martes 13 de julio, a las cinco de la tarde, en el Opéra Confluence, un teatro con aspecto de nave industrial, habilitado por las obras en el Grand Avignon, asistí a un pase de Liebestod. En los primeros hactos (escrito así porque la idea de acto en Liddell a saber qué sea) de su obra, lo grotesco, lo patético, lo ridículo, lo efectista, a mi juicio, toma el control. Tirando un paralelo con el mundo taurómaco, diría que empieza la fiesta por el carnaval de los enanos y el bombero torero, con una burla de todo (de lo primordial, del amor) y sobre todo una burla de sí misma en un preámbulo feísta, valleinclanesco, hiperbólico en el que uno tiene por momentos la sensación de fraude. Podría definir el arranque de la función como buscadamente hortera. La decisión de partir de lo hortera, de lo grotesco, de lo patético, del ridículo en el que nos instala a veces el enamoramiento cobra sentido a medida que avanza la obra pues la pieza solo puede mejorar (sería insoportable de otro modo, de hecho más de media docena de espectadores abandonaron la sala en los veinte primeros minutos), solo puede crecer, auparse por sobre la montonera de gestos y voces y cortes (la sangre) entre efectistas y algo ridículos con los que arranca el ritual. Ahí se la reconoce, en sus viejos tics de automutilación. La Liddell sacrifica su ego, toda la obra es un sacrificio. Sacrifica al propio teatro, se sacrifica a sí misma y a toda la profesión para estoquear, finalmente, al público, a la sociedad francesa en su conjunto, y a la parisina en particular. Y aquí cabe hacer un alto en el camino pues, aunque ella no esté hecha para el halago yo sí que lo estoy: La misma sociedad francesa a la que agrede, insulta, desprecia, humilla es la que sostiene con su afición en algunos lugares del sur del país el rito de la tauromaquia.
Aunque Angélica, como Chaves Nogales, no haya asistido nunca a una corrida de toros, reconoce en el ritual sacrificial taurómaco a un gemelo de su teatro. Quizá no sea tanto Juan Belmonte quien pueda parangonarse con Angélica Liddell, aunque lo utilice como inspiración y vehículo, cuanto el hecho en sí de la taromaquia, el ritual, la liturgia de los toros la que se hermana con el otro ritual (aun sin sacrificio) del teatro. Como apunté, todo parte, según creo, de la caza. Caza sublimada (ritualizada) es la tauromaquia y, probablemente, en el teatro no haya sino una sucesión civilizada (sin muerte) de esa ceremonia. En un momento de la función, la propia Liddell verbaliza que lo que de veras desearía es sacrificar en escena a una colegiala, abrirla en canal; proclama que es esa su aspiración. Aspiración espuria que supondría no una sublimación del rito de la caza sino su corrupción. El fin último de la caza es el alimento. Cuando un hombre sacrifica a un animal lo hace para sobrevivir. Sacrificando a un hombre (a una colegiala) se corrompe la caza y de ahí nace la guerra, una corrupción de lo humano. Probablemente el hombre se descubre a sí mismo, se distingue de los que consideraba iguales, de sus hermanos, del resto de animales cuando descubre la inutilidad de esa sangre derramada, derramada no más que para poner su punto de chiflada espectacularidad, de abuso de poder. A menos que se sea caníbal.
Angélica Lidell en escena.
©Christophe Raynaud de Lage / Festival d’Avignon
Angélica Liddell, lleva a Cataluña, tras su paso por Francia, al festival Grec, los días 23, 24 y 25 de julio este Liebestod. La tierra española en la que se prohibieron los sacrificios taurinos acogerá su teatro. Me gustaría mucho saber si el texto de la obra es fijo, si el discurso provocador, violento, insultante contra las actrices en particular y contra la profesión en general (“los actores deberían ser dirigidos con un látigo”), contra su público, contra sus fans (“mentecatos, feministas y maricones”), contra la sociedad francesa (parisina) tendrá su texto ad hoc en Barcelona contra la desesperante tozudez nacionalista. Querría ver si, al igual que en Aviñón despotricaba contra los adolescentes franceses (estúpidos pidiendo por su jubilación) a los que enviaba con toda su mala leche a la huelga, si se burlará igual de los mozos catalanes con nuevos gritos de burla para la ocasión: ¡Al referéndum! ¡A la Diada!
A mi vuelta del viaje a Nimes en el que fui chófer del maestro Urdiales, en ese mismo vehículo, regresando con su cuadrilla a España, me telefoneó el editor César Sánchez para contarme que estaba en la plaza de toros de Las Ventas, en burladero de excepción, presenciando la corrida de Baltasar Ibán junto a uno de los escritores más famosos de su catálogo novelístico: Eduard Limonov. Aquella tarde, un toro descerrajó una tremenda cornada al diestro Román, muy cerca del lugar desde el que César y Limonov contemplaban la corrida. El periodista Chapu Apaolaza, quien completaba la terna, dejó por escrito una crónica del encuentro cuyo título se correspondía con las palabras literales con las que el guerrillero, disidente, exiliado, punk, político, escritor (y mil cosas más) ruso definió lo que estaba presenciando: “This is not contemporary bullshit”. Exactamente lo mismo podría decirse de Angélica Liddell y Liebestod.
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