Yo no sé mucho de música. La consumo, la compro, la disfruto, la chapurreo… pero es una pasión que no me da de comer. Sin embargo, sí se algo de comunicación y de marcas. De algo tienen que servir las horas que uno echa, las neuronas que uno quema y las prioridades que uno establece cuando se dedica a la publicidad. Tanto es así que muchas veces es inevitable establecer comparaciones o atisbar coincidencias entre trabajo y pasión, entre pasión y trabajo.
Hace no mucho, se trabajaba en la agencia en la estrategia de una marca de salchichas —sí, amigos, en la era en la que estamos hasta las salchichas son estratégicas— y se buscaba la forma de, como siempre, vender más. De la investigación previa se concluyó que si no estaban vendiendo carne embuchada a puñados era, no solo porque la OMS revelaba por esas fechas que no eran la opción más healthy, sino porque la marca se comunicaba con el público equivocado. Los que la elegían a la hora de llenar la cesta de la compra eran otros: los no identificados, los desconocidos, los ignorados. ¿Qué hacer, llegado ese punto: mantener el posicionamiento de siempre para reconquistar al target original o mudar la camisa y ganarse al nuevo? ¿Vender más es vender mejor?
Al igual que una marca puede centrar sus esfuerzos comunicativos en un público concreto para captarlo, un músico o una banda puede dirigirse más directamente a un tipo de audiencia. Sin embargo, como en la anécdota de las salchichas, la maniobra puede torcerse. Y es que nadie es capaz de cerciorarse de que los que compran sus discos, los que asisten a los conciertos, los que se enfundan sus camisetas o los que se tatúan sus letras son los previstos, los deseados. Por suerte o por desgracia, en el ámbito musical, los vínculos suelen ser más fuertes que los que se establecen con los perritos calientes y, por tanto, las tácticas de reconducción, más complicadas. Vendida la primera entrada, alea iacta est.
La semana pasada, asistí dos noches consecutivas a dos conciertos muy diferentes. Uno de ellos transcurrió en una sala pequeñita, con una audiencia moderada que esperaba la aparición sobre el escenario de una banda que llevaba unos meses fuera del circuito. Sus miembros salieron seguros de sí mismos y el público, compuesto en gran parte por amigos, les recibió calurosamente. El concierto fluyó sin salidas de tono ni interrupciones indebidas. Hubo bailes, coros, manos en alto, aplausos, y los consabidos “otra, otra”. Hubo todo lo que tiene que haber para que reinaran la emoción y el respeto por la música. Un clima que, a juzgar por el nivel de entrega de los que estaban bajo el foco, no hizo más que ayudar a que todo fuera bien.
La experiencia, en el otro caso, fue muy distinta. La banda tocaba en una sala pequeña y abarrotada en la que algunos esperábamos sorpresas positivas tras una larga temporada de parón. Atribuyo precisamente a esa falta de práctica reciente y a los nervios por la rentrée parte de la culpa de que el concierto fuese, en resumidas cuentas, un desastre. Sin embargo, para mí, la causa principal de su fracaso fue el público. Un público analfabeto, maleducado y, presumiblemente, no deseado. Un público que, en los temas más solemnes, aullaba a escasos centímetros del micrófono agitando la camiseta sudada pensando que así estaba demostrando su apoyo incondicional a un grupo que, en vez de conquistar, temblaba. Un público también amigo que, por ignorancia, falta de experiencia o de sentido común, confundió alentar con desconcentrar, hizo el ridículo y provocó que los que tenían que triunfar también lo hicieran.
¿Conclusión? Si es imposible prever quién va a comprar salchichas, difundamos el mensaje: AUDIENCIAS NO DESEADAS, ABSTENERSE.
Este sitio web utiliza cookies para que usted tenga la mejor experiencia de usuario. Si continúa navegando está dando su consentimiento para la aceptación de las mencionadas cookies y la aceptación de nuestra política de cookies, pinche el enlace para mayor información.plugin cookies
ACEPTAR