Resulta decepcionante el lugar que han terminado ocupando ciertas tendencias del cine español que, a mediados de los 90 y con Álex de la Iglesia como principal impulsor, vinieran a conectar con un sector del público local que no se sentía representado por la mayor parte las películas que se facturaban en este país. Aquel “nuevo” cine español presentaba un carácter referencial y multigénero, dotado de un marcado aprecio por la idiosincrasia más cañí e ibéricamente grotesca, y de una continua tendencia a la parodia y el exceso. Eran los tiempos en los que El día de la bestia (Álex de la Iglesia, 1996) o Airbag (Juanma Bajo Ulloa, 1997) triunfaban en taquilla, cintas cuyo valor real quizá sea más susceptible de ser considerado en virtud de una capacidad para la provocación humorística formulada en la representación de ciertos personajes clave; personajes que encontrarían en el José Luis Torrente de Torrente, el brazo tonto de la ley (Santiago Segura, 1998) la provocación definitiva (y, por tanto, la más popular). Casi veinte años después del primer episodio de la ultrataquillera saga Torrente, toda capacidad de incomodidad que pudiera contener este conjunto de tendencias parece desaparecida. La mayoría del público es hoy capaz de reconocer y aceptar sin problema los tonos y recursos de películas tan pobres como El bar (Álex de la Iglesia, 2017), Rey Gitano (Juanma Bajo Ulloa, 2015) o Torrente 5: Operación Eurovegas (Santiago Segura, 2014); y sus respectivos directores parecen tan poco interesados en ofrecer algo que no se asemeje a lo que un persistente grupo de fans espera de ellos, que pareciera que han limitado toda voluntad de discurso a una serie de marcas de agua con más bien poca capacidad de sorpresa.
Pepe (José Mota) en un fotograma de Abracadabra
Durante el preestreno en Málaga de su último filme, Abracadabra, decía Pablo Berger que a veces es natural que sus películas y las de su amigo Álex de la Iglesia compartan semejanzas, pues ambos han crecido recibiendo la influencia de fuentes similares. Desde luego, este tercer largometraje de Berger parece atrapado en las sensibilidades del exceso que tanto gustan al realizador de La comunidad, pero solo en su vertiente menos interesante, la del humor cómplice y poco problemático, la del lugar reconocible disfrazado de excentricidad. Así, Abracadabra, a pesar de pensarse excepcional en su universo colorista y fabulado de personajes-arquetipo, se permite contener el mismo tipo de gag sobre un malentendido en un intercambio de parejas que podríamos encontrar en una película del landismo. Más allá de cualquier fetichismo cañí que salve la broma, y como sucedía con la también reciente Pieles (Eduardo Casanova, 2017), tenemos aquí una perversión de aquello que decía John Waters sobre la necesidad de tener muy buen gusto para apreciar el mal gusto. Porque si la coña es rancia, es rancia.
Carmen (Maribel Verdú) y Carlos (Antonio de la Torre), la pareja mal avenida de Abracadabra
Y es una lástima, porque Abracadabra es una comedia (“hipnótica”, según dicen en el cartel) y no mucho más. Nada queda en ella del acertado costumbrismo del primer largometraje de Berger, la notable Torremolinos 73; nada de las pretensiones estéticas de su Blancanieves. Su concepción de “puesta en escena” se reduce a rodear de un buen trabajo de diseño de producción a su estilo televisivo. Sus actores, aún esforzados, no siempre saben trascender de sus personajes de caricatura (Maribel Verdú y José Mota salen airosos, pero Antonio de la Torre, en su enésima caracterización de maltratador gañán, lo tiene más difícil), y la película no consigue dejar de ser un mal truco peor ejecutado.
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