La última película de Ramón Salazar, 10.000 noches en ninguna parte es magia, es la ingenuidad de su protagonista, es sueño, fantasía. Dividida en tres escenarios, que bien pueden clasificarse por colores: un gris triste de Madrid, el rosa chicle de París y el rojo intenso de Berlín. Un protagonista que vive paralelamente en tres ciudades diferentes con tres vidas diferentes, que se mezclan en el tiempo sin saberse muy bien cuál es la real, pero que poco importa, ya que la real no es la más verdadera.
A lo largo de sus 113 minutos de metraje, se ve a un chaval nadando en el Sena con manguitos rosa, una chica que cuida de muñecos abandonados sin brazos, un banco gigante en mitad de un parque, una pareja que construye una tienda con sábanas en el salón de casa para dormir, una chica rubia de labios carnosos, un trío que celebra un 27 cumpleaños con una fiesta en una cabaña en el bosque, otros dos que corren en el metro para huir de la presión, pero da igual, porque el espectador que entra a ver 10.000 noches en ninguna parte tiene que estar dispuesto a dejarse llevar por la imaginación de Ramón Salazar, quien en la presentación de la película el pasado sábado, 22 de marzo, en el Festival de Cine de Málaga, lo advirtió: “Esta película va de un viaje, pero no de esos que se hacen con cuarenta y tantos, con reserva de hotel y maleta, sino de los que se hacen con 18, en un interRail y sin saber cuál va a ser el próximo destino”.
Y esto es algo que el protagonista de la película, Andres Gertrúdix, sabe hacer muy bien. Su desconcertante ingenuidad, sus ojos, sus ganas de dejarse llevar, de conocer mundo, de salir de la miseria de su realidad, empujan al espectador a adentrarse con él en un mundo imaginario, de fantasía, en el que revive juegos infantiles, experimenta, corre, aprende a montar en bici o a disfrutar del sexo. Conoce a gente en un futuro que le recuerda a su madre en el pasado.
Con una narrativa tal vez redundante, aunque llena de poesía, Ramón Salazar consigue que el espectador se abandone. La banda sonora, compuesta por Iván Valdés y Najwa Nimri (también una de sus protagonistas), es deliciosa y, junto con el color, elementos imprescindibles para transportar al espectador de una ciudad a otra. Paradójicamente el sol siempre brilla en Berlín y París, mientras que Madrid siempre aparece cubierta de nubes o nevada, con un aspecto trasnochado, como la madre del protagonista, una losa que aporta el toque realista a la película y que empotra al personaje principal contra la pared una y otra vez a base de golpes de realidad. Lo salvan sus sueños y su imaginación, que son más poderosos y consiguen llevarlo a otros mundos, en los que la ingenuidad de la niñez pervive, el sexo entre muchos existe, la gente se deja mojar por la lluvia y hay valientes que sonríen a pesar de su pasado. Poesía en forma cinematográfica con algún que otro actor sobreactuado y tal vez una media hora de metraje de más.
A algunos esta película les suena a Malick, otros la asemejan a Amelie, otros no supieron dejarse llevar y se salieron de la sala, yo simplemente agradezco la imaginación y la poesía de este malagueño director, que sabe dar a los hipnóticos de lo irreal lo que necesitan para dejarse llevar.
A los que estén deseando verla, ya queda poco, en mayo estará en los cines, a los que no estén dispuestos a volar, que se abstengan de verla.
httpv://www.youtube.com/watch?v=0MIINJTwFrc
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